“A los 20 años tuve trillizos, ocho meses después volví a quedar embarazada: otra vez trillizos”

Andrea Pereyra iba por la mitad del secundario y hacía pocos meses que estaba de novia. Habían empezado a convivir en una pieza construida en el fondo de una casa familiar, en Lanús, y ninguno de los dos tenía trabajo. Andrea tenía 19 años cuando se enteró de que estaba embarazada y hubo un pensamiento que se le atravesó: cómo iba a hacer para contárselo a su mamá. Esperó una semana hasta que se animó: «Vamos a tener un hijo», le contó, con el resultado del test en la mano. La primera ecografía modificó el guión original: no era uno, eran tres.

Se anuncia una tormenta feroz en Buenos Aires y Andrea Pereyra, que ahora tiene 35 años, acaba de salir de la blanquería en la que trabaja, en Recoleta. Sus seis hijos -los llama «los trillizos grandes» y «los trillizos chicos»- salieron del colegio, tomaron el tren en Lanús y acaban de bajar del subte para encontrarse con ella en la Plaza San Martín, en Retiro. «Los grandes» y «los chicos» es una forma de decir: Milton, Rodrigo y Luna tienen 14 años; Michael, Brandon y Uriel tienen 13.

«Yo vivía con mi mamá y con mi padrastro y las cosas no estaban bien. Había choques, conflictos, muchas necesidades económicas y muchos pases de facturas por los gastos. Yo escuchaba todo y empecé a sentir que iba a estar mejor fuera de casa. Creí que esa era la forma de escapar de la situación que estaba viviendo», arranca Andrea. Fue en ese contexto que su mamá, que era empleada doméstica, le consiguió un trabajo de empleada doméstica «cama adentro».

Andrea tenía 16 años y por ese trabajo, dejó el secundario. Mantuvo el empleo durante un año «pero era chica y extrañaba mucho mi casa». Cuando dejó de trabajar y decidió volver al colegio, conoció a quien fue su pareja. «Nos fuimos a vivir a una pieza que estaba atrás de la casa de su hermano, otra vez yo estaba buscando un refugio. Y ahí, a los poquitos meses, me hice el test y me dio positivo. Yo, hoy me doy cuenta, quería tener un bebé. Para mí era saber que yo iba a tener algo mío, propio, alguien que me quisiera sin condiciones».

El ecografista le puso el gel en la panza, movió el transductor, fijó la vista en el monitor y le dijo: «Pero pará. Acá no hay un bebé, acá hay tres». Andrea, que tiene la sonrisa fácil, sonríe cuando lo recuerda: «Yo me quedé en blanco, muda», cuenta. Cuando llegaron a la pieza en la que vivían, se sentaron en la cama y plantearon una única pregunta: «¿Qué vamos a hacer?». Ella y sus trillizos estaban por formar parte de una estadística: según datos del Ministerio de Salud de la Nación, cada día nacen en Argentina 321 chicos de madres que aún no cumplieron los 20 años.

 

Andrea no pudo hacer demasiado: la internaron durante el tercer mes de gestación porque tenía hipertensión. El padre de los chicos consiguió trabajo en una heladería. «Lo único que hice durante todo ese tiempo que estuve internada sin hacer nada, fue pensar: ¿cómo vamos a hacer? ¿De dónde vamos a sacar las cosas? Cuando vos pensás en tener un bebé soñás con tener una cuna, un cochecito y no teníamos nada, ni para comprar pañales. Eso era muy doloroso».

 

Los trillizos nacieron a los siete meses de gestación en el Hospital Presidente Perón, en Sarandí. El más chiquito fue Milton, que pesó 1,200 kilos y fue el último que salió de neonatología, casi un mes después del nacimiento. «Por suerte, enseguida empezaron a ayudarnos. Nos llevaban ropa, mantitas, pañales. Ya estábamos ahí y había que lucharla entre todos», dice Andrea.

 

La Fundación Multifamilias, que ayuda a «familias múltiples» de bajos recursos le llevó leche, ropa, pañales. «A muchas familias también les prestamos cochecitos, butacas, camas, sillitas de comer. En ese entonces, algunas empresas nos ayudaban más con donaciones de pañales o leche, por ejemplo -recuerda Laura Pérgola, presidenta de Multifamilias-. Hoy está difícil».

 

De alguna forma, Andrea y el padre de los chicos acomodaron en la pieza un moisés de mimbre, una cuna y un cochecito. «Ese primer año fue bravo, estuvimos bastante encerrados en la pieza, no era fácil salir sola con los tres. Los cuidaba yo, para mi no iban a estar con nadie mejor que con su mamá», dice ella.

 

Fue cuando los trillizos cumplieron un año que Andrea decidió ir a la ginecóloga. Sentía la panza dura pero no creyó que estaba embarazada: «Creía que si estabas amamantando no pasaba nada. Y que si no estaba menstruando no ovulaba y entonces tampoco pasaba nada. La verdad, en el colegio nunca nos habían hablado demasiado de cómo cuidarnos, y yo no sabía que eso no era verdad», explica.

La doctora Marta Fatone, médica, psicoanalista y especialista en embarazos y crianzas múltiples, dice que esos son los dos mitos más comunes. Hay otro dato que suelen no saber: «Una mujer que ya tuvo un embarazo múltiple espontáneo, es decir que no fue producto de un tratamiento de fertilidad, tiene un 50% más de posibilidades de tener otro embarazo múltiple comparado con alguien que nunca tuvo uno antes», explica a Infobae. La razón es que suele tratarse de mujeres que tienen ovulaciones múltiples.

Antes de darle la noticia, la ecografista le preguntó: «¿Ya tenés hijos?». Andrea sonrió y le dijo que era mamá de trillizos de un año. La ecografista respiró profundo y puso cara de pánico. Después, le anunció que estaba embarazada de mellizos. «Justo estábamos levantando, nos estaba yendo mejor. Yo me lo tomé bastante bien, el padre casi se muere», recuerda.

Andrea empezó a dejar a los trillizos al cuidado de su suegra y, embarazada, volvió a trabajar como empleada doméstica. A los seis meses y medio de gestación, fue a hacerse un control. Como tenía, otra vez, presión alta le dijeron que tenía que quedarse internada. A eso de las 10 de la noche la llevaron a hacerse otra ecografía para terminar con los estudios y preparar la cesárea.

«Cuando la empiezan a hacer ven que uno de los mellizos tenía dos cabezas. Los médicos no me decían nada, hablaban entre ellos, yo veía que había algo raro. Encima estaba sola, yo le había dicho a mi familia que prefería que se quedaran cuidando a los bebés». No eran siameses. Tampoco eran mellizos. Eran tres, otra vez tres.

Uno de los bebés pesaba 2 kilos, otro pesaba unos gramos menos. «Brandon era mucho más chiquito, apenas pasaba el kilo y había quedado entre los dos, como un sanguchito. Recién ese día asomó la cabecita, como quien dice: ‘ey, yo estoy acá también». Brandon, que está agitado y transpirado porque acaba de correr una carrera contra sus hermanos, abraza a su mamá con timidez cuando escucha la anécdota.

Los médicos se preocuparon. Le ofrecieron llamar a un equipo de psicólogos para que la ayudaran a sobrellevar la idea de tener dos veces trillizos en tan poco tiempo. Andrea dijo que no hacía falta. Los trillizos grandes habían nacido en noviembre de 2002; los chicos nacieron sietemesinos y por cesárea, en febrero de 2004.

Con ayuda de una tía, Andrea consiguió un terreno y materiales y edificaron la casa en la que ahora viven. Los chicos crecieron, empezaron el colegio y cuatro de los cinco varones empezaron a jugar al fútbol en la filial que el club Internacional de Porto Alegre, de Brasil, abrió en Avellaneda. Luna, que es la única mujer, empezó danzas. Pero hace seis años, el papá se fue de casa.

Arregló un régimen de visitas que no cumplió, tampoco les pasa dinero. Andrea suspira con tristeza, murmura, dice que hay días en los que se encierra en el baño a llorar, sola, sentada en el inodoro, pensando en lo que siente un hijo cuando un padre decide abandonarlos.

Como el padre de los chicos tenía un trabajo en blanco, Andrea no pudo cobrar la Asignación Universal por Hijo. Sólo la cobró durante el año pasado pero hace tres meses, cuenta, cuando empezó a trabajar en la blanquería, se cortó. «Yo había trabajado de empleada doméstica en la casa de mi jefe. El me ofreció venir a trabajar en la blanquería, atender al público. Yo lo valoro mucho, soy una mujer con seis hijos, los crío sola, cuando se enferman es un caos, pero igual él lo comprende. Ojalá hubiera más gente así».

Andrea está empecinada en que sus hijos no repitan su historia. «Es un tema que hablamos todo el tiempo. Yo les digo que estudiar es la única responsabilidad que tienen, que no quiero que pasen lo que yo pasé, que estudiar es la única forma de tener oportunidades. Yo me he privado de algunas cosas, me he pasado a mate para que ellos comieran. Salimos adelante sí, pero quiero que ellos tengan una vida mejor. Hay momentos en los que me siento fuerte, que siento que puedo, hay otros que no, me caigo, siento que no puedo más».

Los chicos, dice, se dan cuenta cuando eso está pasando. Y le golpean la puerta del baño, le sacan tema de conversación, le hacen un chiste. El año pasado, ninguno de los cuatro varones pudo viajar a Brasil, al campeonato al que sí fueron muchos de sus compañeros del club. Y, desde ese momento, Andrea quiere que los chicos dejen de pensar que las cosas buenas sólo les pasan a los demás.

Así, todos los días, cuando vuelve del trabajo, se pone a hacer empanadas, pan y rosquitas porque Luna, su hija, egresa con un show de danza para el que necesita un vestido. En noviembre, además, cumple los 15. Andrea dice que no sabe cómo va a hacer pero quiere que Luna deje ser «una segunda madre» para sus hermanos y sea una adolescente, que tenga su fiesta de 15.

«Hay cosas que no les voy a poder enseñar», dice. Pero lo intenta: en su casa se habla de la maternidad y de la paternidad adolescente, de cómo tienen que cuidarse, de lo que le pasa a la vida cuando los hijos llegan antes de terminar el colegio. Luna hace un comentario de pasada y se nota que lo entendió: dice que quiere ir a la universidad, que quiere ser médica forense y que algún día sí, «pero cuando sea más grande», quiere tener un hijo.

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