«Mamá, todavía respira»: la historia de Mateo, el nene que se salvó cuatro veces de la muerte

Nació a los cinco meses y medio de gestación. Le dieron dos horas de vida, y sobrevivió, una y otra vez. Después del festejo de su primer cumpleaños, volvió a estar al borde de la muerte. En el Día del Niño, la historia de un chico que, definitivamente, quería vivir.

Que naciera en ese momento, una madrugada helada de fines de junio, no estaba en los planes de nadie. Tamara iba por la mitad del embarazo y esa noche estaba sola: su marido, que es chofer de camiones, estaba en Comodoro Rivadavia, a 1.800 kilómetros de ella. Que Mateo naciera en ese momento y no muriera en las primeras horas fuera del útero era difícil de imaginar: sus pulmones estaban inmaduros y la piel, fina como el tul, no parecía lo suficientemente fuerte como para protegerlo de las infecciones. Mateo, igual, nació.

Tamara Barraza y su marido, Ramón, acababan de casarse después de 9 años de noviazgo. Buscaron a su primer hijo y Tamara, que tenía 32 años, quedó embarazada enseguida. El scan fetal, a los cinco meses de gestación, mostró que todo estaba bien así que ella se quedó en su casa, en San Antonio de Padua, y Ramón, que es chofer de La Serenísima, se fue a hacer el recorrido más largo.

«El primer día sentí que la panza estaba muy dura pero pensé que era normal y me la aguanté. A la mañana siguiente los dolores ya eran insoportables y el obstetra, por teléfono, me dijo que fuera urgente a una guardia», cuenta Tamara a Infobae. Cuando la revisaron le dijeron que no se podía ir: Mateo estaba por nacer. Casi llegando a la medianoche, Tamara entró sola a la sala de partos. Era el 27 de junio de 2013 y tenía fecha de parto para el 10 de octubre.

«Nació rápido y se lo llevaron corriendo, no lo vi. Sólo escuché que hizo un sonido, como hace un gatito. Después me llevaron a la habitación y estuve más o menos una hora sin saber nada, hasta que entraron los médicos», cuenta. Lo que fueron a decirle es que lo lamentaban, que Mateo no iba a vivir más de 1 o 2 horas y que, si ella quería, podían llevarla a despedirse de su hijo. Ramón, su marido, estaba volviendo. Para evitar que tuviera un accidente en la ruta, le contaron a medias lo que estaba pasando.

«Me desplomé, no quería ir a verlo. No podía ir a conocerlo sabiendo que después no iba a estar. Me decían que fuera, que Mateo me necesitaba, que todavía estaba vivo y yo no pude ni levantarme». Pasaron una, dos, varias horas. «A la tarde volvieron a buscarme. Me dijeron ‘mamá, es probable que no pase la noche, pero todavía respira, andá a verlo, todavía está ahí». Mateo pasó la noche. Pesaba 700 gramos.

Fue la madre de Tamara quien, al día siguiente, propuso trasladarlo a un centro de alta complejidad. «Dijo: ‘si todavía respira es que tenemos una chance». Los médicos que fueron a buscarlo se lo advirtieron: «La meta es llegar a la maternidad. Podemos llegar o puede morir en el camino, vamos a intentarlo».

De ese viaje, Tamara recuerda el lenguaje de los sonidos y de las señas: la tensión de los médicos cada vez que pasaban una loma de burro y la seña que se hacían 3 o 4 segundos después: un Ok con el pulgar que significaba que Mateo no había entrado en paro. La angustia silenciosa de Tamara por no saber ni atreverse a preguntar qué significaba cuando los médicos no hacían señas. La sirena por la autopista y los autos abriéndoles camino.

Tamara, que hacía 24 horas había parido, llegó a la maternidad y se desvaneció. «A las 4 de la mañana entraron a la habitación a decirnos que no aguantaba más, que estaba con el máximo de oxígeno que le podían dar. Y otra vez nos preguntaron si queríamos ir a despedirnos». Tamara no fue. Su marido, que ya había llegado, sí. Cuando volvió, le dijo: «Está muy grave, pero está. Todavía respira. No perdamos la fe».

Mateo tenía los pulmones inmaduros. Además, tenía un alto riesgo de contraer infecciones porque la inmunidad se desarrolla en el tercer trimestre del embarazo, precisamente cuando él dejó el útero. Pero Mateo volvió a sobrevivir.

Con el correr de los días, a Tamara le explicaron lo importante que era que su hijo empezara a tomar leche materna. «Fue muy difícil, me dolía mucho y me salían dos gotas. Los psicólogos me decían que no llore, que necesitaba esa fuerza para que me saliera la leche, que tenía que dormir sino la leche no iba a salir. Nosotros nos íbamos de la clínica, en Capital, hasta Padua a la 1 de la madrugada. Nos levantábamos a las 5 de la mañana, íbamos hasta la Iglesia de Luján, rezábamos, llorábamos ahí y volvíamos a la clínica. Así que para mí, el día que me salió leche fue como un pequeño milagro».

Los tres meses y medio en los que Mateo estuvo en la neo se midieron en horas: ahora estaba bien, ahora no. «Cuando empezó a estar mejor empezaron las apneas: dejaba de respirar, sonaban todas las alarmas y las enfermeras empezaban a correr. No importaba de qué bebé era la alarma que sonaba, porque ese bebé y esos padres estaban luchando desde hacía meses, igual que nosotros. Siempre me acuerdo que al lado de Mateo había otro bebé que también se llamaba Mateo. El bebé luchaba pero empeoraba. Y un día murió. Y fue terrible para todos, también para los que teníamos que seguir».

Hubo pequeños indicadores que mostraron que Mateo estaba mejor: el festejo de las enfermeras cuando descubrieron que había hecho caca y el día en que le sacaron el respirador. «Estuvo dos días sin respirador hasta que me llaman para decirme que lo habían vuelto a entubar. Ahí yo dije: ‘Mateo no va a salir, si no está conectado no va a poder vivir». Al día siguiente volvió a respirar solo. En octubre, para la fecha en que debería haber nacido, le dieron el alta.

«Fue una felicidad total y a la vez un miedo enorme. Ahora nos quedábamos solos con él y lejos de los médicos. Además, había que esperar a ver si le había quedado alguna secuela. Sabíamos que podía quedar ciego, por la retinopatía del prematuro, que podía necesitar una operación de corazón al año, que podía tener problemas motrices». Nada, Mateo no tenía nada. Por eso, por todo eso, quisieron festejar así su primer cumpleaños.

«Fue la peor decisión de nuestras vidas, pero no sabíamos». Era pleno invierno y Tamara y Ramón alquilaron un salón e invitaron a todos. Querían festejar que su hijo estaba vivo. Los invitados estaban emocionados y aunque Tamara seguía soñando con las alarmas de la neo, Mateo estaba bien.

Al día siguiente empezó a estar agitado y a tener fiebre alta. Los médicos preguntaron si había estado con mucha gente y cuando contaron lo del cumpleaños, le hicieron los análisis. Salió que sí: alguien le había contagiado un virus que se había alojado en el pulmón derecho. Y es acá donde empezó la tercera vida de Mateo.

«Como él ya tenía 1 año y no se quedaba quieto, le pusieron una inyección para relajarlo. Cuando la enfermera se fue lo miro y veo que se empieza a poner morado, le salían mocos por todos lados, por la boca, la nariz. Se iba hinchando y se puso todo negro. Salí a gritar al pasillo, grité como una loca, hasta que vinieron las enfermeras y lo aspiraron. Se estaba ahogando, se moría». Mateo quedó internado, otra vez, en terapia intensiva.

Un mes después, y cuando ya le estaban dando leche materna por sonda, les anunciaron que iban a tratar de sacarle el respirador. «Era una buena noticia, nosotros ya estábamos más tranquilos», dice ella. Tamara y Ramón estaban en la sala de padres cuando vieron a los médicos y a las enfermeras correr. Fue su marido el que se descompuso cuando vio que la habitación de la que entraban y salían corriendo era la de Mateo.

«Y yo a los gritos. Otra vez dije: ‘se murió’. Una hora llorando, rogándole a los médicos que nos dijeran qué estaba pasando», cuenta. Cuando quisieron sacarle el tubo por el que respiraba -les explicaron luego- Mateo vomitó y la leche se le fue a un pulmón. «Eso le provocó un paro cardíaco. Cuando entré a verlo no lo podía creer, estaba deformado, era otro nene». Mateo había vuelto a salvarse.

Con el tiempo, volvió a su casa. Todos volvieron. Ramón volvió al camión, su trabajo desde hace 13 años. Tamara decidió quedarse en casa para cuidar a su hijo. Los dos volvieron a intentar recordar cómo era la vida sin miedo. Mateo, que ya tiene 4 años, empezó el jardín. Para cualquiera que no lo conozca es un nene más. Para otros es Mateo, el nene de las cuatro vidas.

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