Naturalizar el horror

Hace unos días, caminando por los pasillos de la Facultad de Humanidades de Posadas, me choqué con una imagen que detuvo mi marcha: un cartel con una foto en la cual se ve a Micaela García (la adolescente entrerriana violada por dos personas y posteriormente asesinada en Abril de este año) jugando en una ronda con niños humildes de su barrio, a los cuales acompañaba y ayudaba desde su militancia política y también desde su vocación de servicio. Al pie de la imagen, se adjuntaba otra foto de Micaela con la remera que expresaba la leyenda “Ni una menos”.

Quedé por unos segundos en silencio, atónito, golpeado; fueron unos segundos, quizás minutos  hasta que me percaté que en el movimiento del pasillo solo yo estaba estático, inerte; todo fluía, la gente caminaba, iba y venía sin siquiera, en muchos casos, ver el cartel y en algunos otros, menos frívolos, mirando de reojo mientras su marcha continuaba llevándose su sorpresa.

Luego del impacto, vino la reflexión y a pesar de las muchísimas cosas que se podrían decir de este y de todos los casos de femicidios que hay a diario en el país, decidí casi involuntariamente radicalizar la pregunta: ¿en qué momento perdimos el asombro, ¿cómo fue que hicimos de la tragedia una cotidianeidad?, ¿cuándo nos acostumbramos a suspirar de resignación y dejar que en esa acción de exhalar se vaya todo lo que somos capaces de profundizar sobre el tema?

Para los griegos antiguos, el asombro, la sorpresa y la admiración eran las condiciones vitales del filosofar…a través de esas emociones es que se hacían las preguntas profundas, existenciales, reflexivas. Y ahora me extiendo (partiendo de esta situación del cartel con la imagen de Micaela que generó este asombro en mí) a otras situaciones en las cuales también hemos naturalizado el horror: un hincha de fútbol asesinado por estar en la tribuna contraria, un atentado más en Europa en un recital (mañana será en plena calle pero tampoco nos asombrará, más que para poner nuestra foto de perfil en Facebook con la bandera del país damnificado, como si eso fuera más solidario que reflexionar sobre lo que pasó y accionar pedagógicamente en el ámbito de cada uno, tomando como ejemplo el horror ya sucedido y buscando que no se repita). ¿Cómo dejamos de conmovernos?, ¿quién contribuyó a esta imposibilidad de sacudimiento interno?, ¿qué rol cumplen los medios?, ¿informar, alinear, confundir?, ¿le conviene a alguien una sociedad que haga natural lo que antes era espantoso?.

Todos los días somos invadidos por una vorágine de información inocua, carente de la importancia que merece y eso se ve expresado, paradójicamente, en un fenómeno que genera confusión. Lo sabemos todo pero no pensamos lo suficientemente en nada, la masa de información es tan grande y rápida que no nos permite detenernos. Vemos el fruto pero no nos interesa la raíz y es por eso que el Baobab crece y nos devora como temía el Principito en su mundo. La diferencia es que él se levantaba todos los días a evitar el desastre, pensando, pero también accionando en consecuencia encargándose todos los días de extirpar de su tierra estas “malas hierbas”.

Debemos recuperar la capacidad de sorprendernos, sobre todo del horror, porque aunque no lo creamos, dejar de hacerlo, naturalizarlo, es una forma de permitir que siga sucediendo.

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