Historia de vida: «Entré al hospital caminando y salí como si me hubiera explotado una granada»

Un pasillo ancho une el living con el comedor de su casa de siempre, en Lugano. Alguien decoró las paredes del pasillo con fotos viejas. Perla en su casamiento -sus dos manos juntas agarrando un cuchillo que corta una porción de torta blanca-, Perla acunando a un bebé en sus brazos, Perla parada, sonriendo y con el pelo largo. Pero la mujer que ahora espera allá, sentada en una silla de ruedas al final del pasillo, es una mujer distinta: tiene una cicatriz vertical en la garganta, los brazos y las piernas amputados y ya no tiene el pelo largo. Lo que sí tiene es un humor negro que ayuda a quebrar la incomodidad del comienzo: «Por lo menos no me pican los mosquitos en los tobillos», eso dice.

Perla y Luis el día de su casamiento

Perla Pascarelli (46) apoya el muñón derecho sobre la pequeña palanca de la silla de ruedas eléctrica, se acomoda frente a la mesa y ceba mate con miel. Lo que puede y lo que no puede hacer es una cuestión de centímetros: puede cebar mate y escribir en la computadora, puede manejar las redes sociales del estudio de tatuajes en donde trabaja, puede abrir la heladera, sacar un yogur bebible, arrancarle la tapa de metal con los dientes y tomarlo. Pero el largo del muñón no le permite rascarse si le pica la cara ni peinarse, por eso ahora es una mujer de pelo corto.

«Pará, vení, me pica», le dice a Luis Sánchez, su marido, que pone cara de qué hincha pelotas pero se para frente a ella y le frota despacio los ojos. Perla dice que su vida era común: trabajaba medio tiempo, llevaba a los chicos al colegio, organizaba la casa. Y lo que sigue está dividido en fragmentos: lo que se acuerda, lo que le contaron y lo que sintió. Se acuerda que acababa de tener por cesárea a Santino, su quinto hijo, en el Hospital Durand. Que volvió varias veces al hospital por los dolores y que a los 28 días no aguantó más, fue a la guardia y esperó tanto que cuando entró a cirugía ya estaba inconsciente. «Salí intubada y con el 1% de vida. Esta parte me la contaron porque estuve más de un mes en coma», dice a Infobae.

Durante ese mes de blackout, fue Luis quien tuvo que decidir acerca de un cuerpo que no era el suyo. Luis es el hombre que está atrás de ella fumando otro Marlboro. Tiene un pantalón camuflado, los brazos tatuados e insiste en que su mujer rompe mucho las pelotas y, al menos en la construcción del estereotipo, parece una roca. Pero a la primera pregunta -¿qué recordás de ese día?- se desarma, llora con espasmos y necesita unos segundos para seguir.

«Me acuerdo que entró al quirófano, y como a las dos horas, salió un anestesista y me dijo que fuera a hacer una denuncia por mala praxis», dice. Después del silencio cuenta que, durante el mes en que ella estuvo en coma, le pidieron que firmara los papeles para amputarla y para vaciarla: «Firmé porque pensé: o se muere con la infección o tenemos la posibilidad de que si la amputan, viva». A esa altura, sus hijos ya creían que su mamá había muerto y nadie se animaba a decírselo a ellos.

Perla se despertó el 9 de julio de 2007, «el día que nevó», apunta. Recuerda que tenía una traqueotomía, que la dieron vuelta para que mirara la nieve por la ventana y, como estaba tapada, no se dio cuenta de que debajo de los codos y debajo de las rodillas no había más nada: «Es que cuando estás amputada los miembros te pesan igual, como si los tuvieras», explica ella ahora. Se llama «síndrome del miembro fantasma» y son sensaciones de picazón, hormigueo y hasta de movimiento de dedos que hacen creer que la extremidad aún está ahí.

 

Hasta que un día se lo dijeron. «Yo lloraba, no entendía nada. Entré al hospital caminando y salí como si me hubiera explotado una granada. Me miraba y decía, ‘no puedo creer lo que me pasó’, ‘¿por qué?, si yo no me busqué ésto’. ¿Yo fui a la guerra y no me enteré?». Y fue durante esos días, todavía en el hospital, que ella y Luis tuvieron una conversación: «Le pregunté para qué se quedaba al lado mío. Le dije: ¿ te quedás por lástima?, ¿por los chicos?, ¿te quedás como enfermero? Decime la verdad, por más dura que sea: más duro que ésto no va a ser. Y me dijo ‘me quedo porque te quiero».

Ahora casi 10 años después de esa charla, Luis dice que nunca se planteó la opción «quedarse o borrarse». Y recuerda que había gente que creía que él se quedaba con ella -con quien lleva casado 19 años- porque en algún momento iban a cobrar un juicio millonario.

Perla no llora cuando habla de su cuerpo. Llora cuando habla de dos cosas que no pudo hacer cuando volvió a casa: «A Santi no lo pude bañar nunca. Y a Chiara, que tenía 4 años, la peinaba yo», dice con la voz rota. Y en seguida se corre de ese lugar: «Imaginate cómo iba la chica al colegio cuando la peinaba el padre». Luis, atrás, revolea los ojos: acaba de contar el desastre que hace en el baño para higienizar a su mujer y las dos veces que tuvo que alzarla a upa para subir las escaleras de un telo.

Es que en su casa, los escalones se convirtieron en rampas y las perillas de las luces bajaron hasta la altura de un chico. El problema estaba de la puerta para afuera. «Es increíble, cuando vas a comprar algo la gente te mira y piensa que vas a pedir, entonces no te atienden. El otro día, fui a un negocio de zapatos y el vendedor me miraba y no me atendía. Lo tuve que llamar y decirle ‘mirá que quiero comprar eh’. Y cuando vino le dije ‘igual tranquilo, no son para mí», cuenta ella, y se ríe sola.

Lo difícil fue volver a adaptarse a un mundo que considera que una discapacidad es un problema personal: telos con escaleras, bancos y cajeros sin rampas, colectivos con rampas pero que no funcionan, colectiveros que paran, se bajan y la alzan, colectiveros que siguen de largo, baños en el primer piso de un bar, Tribunales con ascensores rotos. «Los autos muchas veces no paran para dejarme cruzar», dice ella. La diversión de Perla, que sabe como agarrar velocidad con esta silla, es cruzar despacito, bien despacito, y obligarlos a parar a todos.

Que en Tribunales tengan que pasearla por pasillos internos para poder subir no es un detalle en su historia. Aquella denuncia derivó en un juicio penal por mala praxis que ya ganaron. «No fue fácil probarlo. La hipótesis es que en la cesárea le dejaron algo adentro, un algodón o una gasa, que se pudrió y generó una infección. Pero como después la vaciaron no había pruebas», cuenta Luis. Lo que falta es la resolución del juicio civil por el daño que sufrió la familia. De ganarlo, les corresponderían unos 40 millones de pesos.

Luis prende otro cigarrillo y ahora sí, los tatuajes de su brazo derecho se llenan de sentido. Arriba, cerca del hombro, hay un ángel con las alas desplegadas pero con los brazos y las piernas amputadas. Abajo, la cara de una leona. En el comienzo del antebrazo, un reloj que marca la hora de entrada al quirófano. Más abajo, nieve, Buenos Aires con nieve. El último es el más grande y es la dama de la Justicia, con la balanza en la mano y la espada en la otra. Luis se despide: acompaña, da un beso, lo normal. Perla también, y hace reparar que en la anatomía de un abrazo, los brazos son apenas un detalle.

Fuente: Infobae

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