Raúl Barboza en Buenos Aires: Un instante frente al tren

En su gira por Argentina Raúl Barboza tocó en la ciudad de Buenos Aires. Luego de casi dos horas de acordeón omnívora, cerró el recital con su mítica composición Tren expreso.

 

Por Marina Closs

 

La primera vez que oí Tren expreso, la mítica composición de Raúl Barboza, yo estaba revolviendo un armario del cuarto, cuando mi papá me chistó, para que prestara atención a lo que pasaba en la tele. Era una emisión del Festival del Litoral. Raúl Barboza aparecía en medio del escenario, con el cabello blanco y apenas caído sobre el rostro. Saqué la cabeza de entre las pilas de revistas y trastos entre las que me había metido y me quedé parada, con los ojos fijos en la imagen de la pantalla, sosteniendo con una mano un montón de diarios y con la otra, una caja de chocolates.
Así vi por primera vez pasar el Tren Expreso.

 

O no. Para ser más exacta: esa vez lo vi y lo oí, no pasando, sino partiendo. El humo fue lo primero. La respiración pesada (casi asmática) de la máquina. Ya lo dice el tango: puede sufrir de asma también un bandoneón. No era un tren, parecía más bien algo herido. Un animal cansado, torpe, acurrucado contra el piso. Un animal que, para no tener que avanzar, gruñía y refunfuñaba.

 

Después, alguien me dijo que había algo distinto. Que el tren no abandonaba ninguna estación, sino que pasaba impasiblemente humeando por el campo. Si uno se imagina entonces, al costado de la vía, entre los pastos y las vacas, no sé si a un niño, a un indio, a un paisano o a un gaucho. No importa quien fuera, alguien que nunca antes hubiese tenido la experiencia de ver pasar un tren. Ese encuentro de dos es mi segunda visión del Tren Expreso de Raúl Barboza: el tren, impactante serpiente de acero, con el humo negro de veneno, con las luces como dos ojos de sonámbulo; el campo, un vacío extensísimo; el niño, el indio, el gaucho, el paisano, es decir, quien sea que estuviera mirando, con el vacío del campo a sus pies, respirando muy profundo y, en el centro de su cuerpo, ardiendo un poco de ese humo, la sangre negra de ese Tren expreso.

 

Solo para que la imagen gane dimensiones: hay un cuento de Cortázar en el que una niña tiene una especie de ritual sagrado. Va hasta donde se encuentran las vías del tren que pasa cerca de su casa. Cuando el tren se acerca, ella hace una especie de gesto de alabanza ¿cae de rodillas? No, pienso que levanta muy arriba los brazos. Y eso es todo. La niña mira. El tren dura unos segundos y se va. Pero el gesto de la niña, en cambio, se mantiene en suspenso por unos minutos. Es fabulosa: esa alabanza sin tren. Ese minuto de no tener más nada en el mundo, porque el ídolo de turno ya está demasiado lejos.

 

Otro parentesco literario: nadie que haya leído Mientras agonizo de W. Faulkner puede olvidar al personaje de un niño llamado Vardaman. Y Vardaman, a su vez, jamás puede olvidar… un tren enorme y rojo, que vio pasar una vez, en su viaje a la ciudad, y que amó desde entonces. Un tren que él asoció con todo lo más hermoso, con toda la sangre metida en su propio corazón, con el fuego, con el amor más puro. Seguramente Vardaman inhaló también un poco de ese humo que brota de las fauces del Tren Expreso.

 

Una extraña esperanza transmiten desde siempre los trenes. Una esperanza como de fuerza. De esa esperanza aguda y ya frustrada se hace eco la composición de Raúl Barboza. Pensemos en los viejos trenes que digerían fuego y respiraban humo. Que hacían el ruido más estentóreo que se pudiese oír. En los campos o incluso en la selva, el tren era el gran extranjero, el más lejano de los desconocidos.
Venía asociado a una palabra también algo inmadura: el “progreso”.

 

Hubo un tiempo en que los trenes eran los colosos, señores gigantes del fuego y del acero. Pero estos viejos ídolos han desaparecido de la faz de la tierra. Trenes así hoy ya solo se oyen en la composición de Raúl Barboza. Humeando aún en las negras chimeneas de su acordeón. No como chatarras ni como reliquias, sino como si el tiempo se hubiese detenido y como si, de nuevo, los trenes acabasen de inventarse. Como si fueran, otra vez, las máquinas más poderosas de todo el planeta, y uno estuviese mirándolos, desde la planicie correntina o la selva misionera, completamente frío y asombrado.

 

Trenes similares atraviesan varias de las composiciones de Barboza. Es el sonido como atragantado, casi tosido, que vuelve una y otra vez en temas como Cherogapé. De pronto, en un chamamé vigilado, se siente un silbido, se enciende una sola luz deslumbrante, y se oye la bocina de una máquina gigantesca.

 

Para muchos será como la melodía de un recuerdo, para otros, el Tren Expreso es la primera oportunidad de entrar en un paisaje. Vienen los ruidos de otros tiempos: en este caso, del instante infinito de aquel primer encuentro entre un hombre y una máquina. En el acordeón de Raúl Barboza, vemos siempre con los ojos de los que nunca vieron.

 

Un instante en el acordeón de Raúl y estamos rodeados: un campo vacío, la locomotora y los vagones oscuros, la soledad silenciosa. Y el humo, sobre todo, metido en el pecho, como un nudo. Dejando en la garganta del que mira y el que escucha un gusto áspero y seco.

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