Paisaje y niño con acordeón: La historia de Fabián Viveros

Tiene trece años y, en las calles de Aristóbulo, se lo conoce como “el Gaitero”. Toca el acordeón desde los once. Con el instrumento en brazos va hasta la terminal. Allá, se sube a hacer respirar su acordeón en los pasillos de los colectivos.

 

Esta es una calle de tierra en un día de lluvia, una casa mitad de madera, mitad de material, a la luz de los relámpagos. Llegamos chapoteando. El barro se mezcla con el pasto que se mezcla con la lluvia que se mezcla con la niebla… En la galería, nos esperan algunas sillas.

 

-¿Esta es la casa de Fabián Viveros?

-Sí. – nos dicen, desde el otro lado.

Entramos. Fabián sale a saludar. Tiene trece años y, en las calles de Aristóbulo, se lo conoce como “el Gaitero”. Toca el acordeón desde los once. Con el instrumento en brazos va hasta la terminal. Allá, se sube a hacer respirar su acordeón en los pasillos de los colectivos. Dice un pequeño discurso: “Hola, señoras y señores, voy a tocarles unos temas. Si tienen algo para colaborar, que colaboren” y rompe inmediatamente a tocar. Dentro del colectivo, el acordeón alegra. Parece que los sillones saltan muy suavemente, de gusto.

Ahora, nos encontramos en la galería de la casa de Fabián: hay un par de zapatos secándose, macetas de helechos, una reposera chiquita, un escurridor. Fabián está sentado debajo de la mole de su “acordeona”.

Aún no ha formado un conjunto de música, nos cuenta. Por ahora, toca el acordeón en solitario. Su papá Juan lo acompaña a veces con la guitarra. Dice que, para tocar, prefiere la tarde y prefiere la lluvia. Nos muestra. Nos da ejemplos. Uno cree que sus diez dedos finitos no van a alcanzar. Pero sí, bastan y sobran.

Dice el papá Juan, con orgullo: “Lo que Fabián aprende en dos días con el acordeón, lleva una semana para sus demás compañeros”.

Yo pregunto: ¿Practicás mucho?

Él: Sí y no.

Le gusta también hacer otras cosas. Va a ver correr a los autos. Juega al fútbol sin zapatos. Hace un tiempo, sus padres le compraron también un teclado. Pero no le prestó demasiada atención, y terminó cambiándolo por otra cosa.

-¿Por qué? – pregunto yo.

-¿Por qué otra cosa? No sé. Fuimos a comprar el teclado al Paraguay. Estaba más barato. Acá las cosas suben, y allá bajan.

Paraguay: ese reino del revés al que se llega cruzando un puente.

-¿Y cómo fue lo del acordeón?

-Hace tres años me agarró la idea. Mi papá me había ofrecido su guitarra. Pero a mí no me gustaba. Quería el acordeón. El primero fue regalo de un vecino: Monchi Mesa. Él sabía que me gustaba la música. Tenía solo tres notas, pero así empecé.

Me muestra su primera “acordeona”: chiquita y brillante, casi de juguete. La desarma, la parte en dos, la gira:

-No tiene nada, ¿ves?

No veo nada, efectivamente. Digo que sí y lo inspecciono.

Aquí la historia de sus acordeonas, resumida: la primera se rompió de todas las formas posibles, es casi un juguete, no suena; me la muestra y la tira para atrás. Después de esa, se compró una segunda, chiquita también. Otra vez, la cambió por otra cosa.

-¿Por qué? – retomo mi pregunta.

El papá aporta:

-Creo que por un celular.

Pero Fabián, esta vez, me responde con razones:

-Porque  ya me habían prometido una “inversión familiar”.

Era la acordeona grande, roja, misteriosa, detrás de la cual ahora mismo Fabián casi desaparece. Esa es la que ahora nos muestra. Guarda de recuerdo la primera chiquita que está tan rota como es posible. Nos toca “El toro”. Nos muestra cómo suena un vals. Después, un baneron. Después, un chotis.

Le muestro con el reproductor de mi teléfono una canción en acordeón que me gusta mucho:

-No. – me responde – No me gusta. Es chamamé estirado.

Vamos a los números: Fabián tiene 13 años y 3 años con su acordeón. Salió 2 veces en la televisión y una vez fue convocado a tocar en la radio. Tocó con una banda que admira: “Compás de amor”. Me dice que estuvo tocando con ellos “allá”, y hace un gesto de la cabeza, como si la banda hubiese tocado en la casa de al lado.

Me pongo alerta:

-Fabián, ¿en qué lugar de la casa te gusta más tocar?

-Acá, en la galería.

-¿Y no te dicen nada los vecinos?

-¿Qué me van a decir? ¡Que toque más fuerte, lo único!

-¿Ah, sí? Y para tocar, ¿pensás en algo? ¿tenés que concentrarte mucho?

-No – frunce el seño – nada.

Pero me dice también:

-Es fabuloso.

Nunca más, para hablar de ninguna otra cosa, Fabián Viveros vuelve a usar esta palabra: “fabuloso”. Y la dijo casi con vergüenza, solamente en lo que respecta a su acordeón.

-Listo. Adiós, señora. Chau, Fabián, señor. Muchas gracias por todo.

-Adiós. Muchas gracias a vos.

Nos vamos, en el barro y bajo los paraguas.

Una visita de día de lluvia: la casa del “Gaitero” Fabián Viveros.

 

 

 

 

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