Un rumor antiguo: la literatura de Sara Gallardo

Sara Gallardo era, hasta hace poco, una de las grandes olvidadas de nuestra literatura. Durante décadas sus libros no se editaron, su nombre se mezclaba con el de otras tantas “Saras” Gallardo, su foto nos parecía atractiva, pero no nos recordaba a nadie. Un único ejemplar de su novela Eisejuaz se mantuvo en una librería de la calle Corrientes por casi tres años. Yo lo había hojeado cierto día del 2014. Por algún descreimiento general en alguna cosa, esa vez, no me lo llevé. Me quedó la extraña sensación de apego que es posiblemente la causa de que un libro no se venda nunca. Un aura de amor ajeno que de pronto lo invade. Mi apego diferido funcionó muy bien. Volví por el libro, dos años y medio después, y qué alegría terrible: la novela seguía estando.

La misma, sí, sí, sí: el mismo libro exacto.

Sara Gallardo era una olvidada paciente y leal. ¿O simplemente indiferente?

La segunda vez que abrí Eisejuaz, el deslumbramiento fue inmediato. Apenas comencé, tuve que quejarme ante varias personas de que el libro fuera tan perturbadoramente bueno. Tenía una sobriedad de tragedia clásica. Costaba avanzar, sin querer empezar desde el principio, una y otra vez. Una fuerza y una contundencia poco comunes. La novela hizo que Manuel Mujica Láinez temiera una invasión de indios esquizofrénicos clones de Lisandro Vega, el indio protagonista. Porque Sara llegaba con su historia entre tambores, porque, con un personaje como ése, era posible despertar ejércitos.

Pero los ejércitos de indios clones, por suerte quizá para todos, jamás aparecieron. Durante el 2016, me encontré en cambio con el libro de crónicas Macaneos, que Sara había escrito para la revista Confirmado. Todas graciosamente extrañas, elegantes y malvadas, certeras y desinformadas, absolutamente parciales. Una crónica me impactó muchísimo. Se llamaba: Pido mi estatua. Sara avisaba a sus lectores que pronto quería estar sentada, en mármol, en alguna plaza de la ciudad. Me acordé de su libro, estatuariamente conservado en una librería con miles de visitas diarias… ¡extraña manera de lograrlo! El pasaje más citado de Eisejuaz dice: “Los animales solitarios se comen a sí mismos.”

Las estatuas no son animales, pero sí, definitivamente, el paradigma de los seres solitarios. Son, además, las grandes incomprendidas de nuestra era. Por un lado, está la sensación generalizada de que nadie las merece. Los artistas las encuentran anticuadas. Los políticos no quieren confirmar a través de ellas su megalomanía. La gente en la calle las percibe como superfluas: “Mejor, que arreglen tal vereda. Que pinten la pared de tal lugar”. En el fondo, lo que molesta de las estatuas (pienso) es su indiferencia. No miran para abajo. No se fijan ni siquiera en el estado de su pedestal. Están en donde aparecieron y en el mismo sitio, siempre. No les importa que un pájaro les haya edificado sobre su cabeza un nido. Ni que alguien haya escrito con aerosol un nombre insulso sobre los pliegues de su manto.

A una sociedad en la que se mira, no exactamente al otro, sino a todo el mundo, por desesperación, todo el tiempo, las estatuas de las plazas no solo no nos caen en gracia, sino que nos resultan edificaciones políticamente incorrectas. Son las grandes solitarias, las grandes indiferentes de nuestra época. Y Sara Gallardo no solo quería una estatua, sino que su descaro estaba a la altura de merecerla. La risa desprejuiciada de sus crónicas hoy causaría más de un momento incómodo. En cuanto a su literatura, tuvo el descaro de no padecer del “mal del siglo” de “ser mujer y escribir sobre ello”. Prescindió de todo espasmo auto-descriptivo. Estaba viva tanto de sí misma como de otros. Tanto de mujeres, como de hombres. Tanto de ratas como de leones y de caballos.

Escribió sobre Argentina, aunque fue vitaliciamente nómade. Tenía una notable habilidad para ver fantasmas, justo allí en donde efectivamente estaban: señoras aristócratas que un día dejan todo su perfume en un montón de ropa sucia y salen volando para ya no tener que existir más. Jubilados habitantes de partido de Lanús que pierden las macetas de su jardín en una inesperada embestida del océano. Toda una fauna de solitarios y olvidados que (¿cómo ella misma?), por una extraña condición irónica, resisten a las idas y venidas del tiempo, indiferentes, pero empedernidos ¿animales “autófagos” convertidos en estatuas? No podremos olvidarlos, aunque sus historias se empeñen en contarnos que sí.

En la literatura de Sara, casi todo es ritmo. Pero, contradictoria como pocos, a ella le gustaban las estatuas. Como en una suerte de contrapunto, la rítmica Sara pretendía poder convertirse en mármol, quizá, para dejar algo de sí misma antes de terminar de devorarse. Una cosa es segura: como muchos de sus personajes, Sara Gallardo es, en nuestros días, una indispensable.

Opciones para leer a Sara Gallardo: cuentos cortos, para leer en línea en el blog El País del Humo. O cuentos para e-book 

Por Marina Closs

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