En un chamamé-laberinto: El recital de Chango Spasiuk en el teatro ND Ateneo

El Chango Spasiuk se presentó el pasado viernes en el Teatro ND Ateneo de Buenos Aires a sala llena, aquí una crónica del show de uno de los mejores embajadores musicales de la tierra colorada.

El viernes 9 de diciembre, Chango Spasiuk estuvo presentando por segunda vez en el teatro N/D Ateneo de la ciudad de Buenos Aires su disco Otras Músicas, que reúne varias de sus composiciones para documentales, cine y TV.

Con el teatro atestado, el músico misionero salió a escena ante un público tan cosmopolita como chamamecero. No vale la pena extendernos acerca de los primeros aplausos, porque hay una especie de código obtuso que obliga al público a aplaudir al que sale por último siempre eufóricamente más. Y el Chango salió por último. Y pasó lo de siempre. Repito, que este aplauso no nos deslumbre. Aún nos aguardan – aplausos mejores.

El Chango tiene algo de mago. Como de hombre venido de lejos. Saca esa manta roja y larga sobre la que su acordeón se posa. Parece que va a contar una historia, pero no dice una sola palabra. Señala a sus músicos, las luces se vuelven rojas y el acordeón comienza a sonar. El acordeón, con todas sus teclas doradas, se extiende ante nuestros ojos y de pronto ¡desaparece! Hace los movimientos de un abanico. En un segundo: ocultar y revelar. Detrás de su acordeón, el Chango tiene además algo de brujo. Que su música provoca visiones es un hecho (casi) científicamente comprobable.

Veamos: en el tema El camino, por ejemplo, el violín suelta una especie de aullido, y de pronto el acordeón levanta nubarrones de tormenta. Enseguida – las gallinas se sueltan, los niños entran a sus casas, las mujeres salen a recoger la ropa húmeda de los tendederos. Llueve como llueve solamente en la chacra. Con furia. Como si la lluvia quisiese meterse debajo del suelo. Hay otras canciones que nos narran una historia. Hay canciones que parecen – un cuento de niños.

Llegan enseguida las polkas, que no están hechas para contar historias, sino ¡para girar! Y el chamamé, que no se sabe si está hecho para empujar, para reír, para saltar llorando, para – tumbar de la mesa un vaso de vino. Para recostar la mejilla sobre un hombro y bailar sobre el vino derramado.

El chamamé es misterioso. Es, más bien, laberíntico. Dice el Chango que tocar una composición de Ernesto Montiel es como meter la mano en un hormiguero. Mientras uno sigue oyendo, es posible: entrar a un baile en la colonia por la puerta de una polka. O salir a la orilla de un río, a través del laberinto – de un chamamé. Por la puerta de un sonido: ingresa uno a un sitio sin tiempo ni historia. Allí, baila la pequeña Vera su polka de niña. Baila Starosta su polka de loco, entre las gallinas y sus corrales.

Se siente, de pronto, en el aire que – el espectáculo acaba. El público golpea los compases contra el suelo y varios músicos están como salidos de sus bancos. El violinista se para. Si lo que sostiene entre sus manos no fuera un violín, creo que lo estaría ¡cortando en pedacitos!

Los aplausos cunden. Una señorita en la primera fila lanza un sapucay de amor desesperado. Un hombre petizo, junto a ella, se levanta de su silla, para aplaudir de pie. Quiere que su aplauso sea tenido en cuenta. Alza las manos sobre su cabeza. Las señoras (con spray en el cabello) vitorean y gimen. Este es el aplauso – que debe deslumbrarnos. Como de gente muy cansada de haber estado bailando. De haber golpeado con demasiada fuerza los pies contra el suelo.

En medio del escenario, el Chango, abrazado a su instrumento, espera a que las luces se extingan. El acordeón se infla por última vez. Chango escucha los aplausos, agradece los aullidos. El mago da las gracias y anuncia que se retira. Antes de salir, estruja su acordeón, y aguarda un minuto a que todo el aire se le escape.

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Por: Marina Closs

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