Francisco: «Una persona no se define por su tendencia sexual»

En un adelanto de su primer libro desde convertirse en el líder de la Iglesia Católica, el Papa comparte en una serie de diálogos con el vaticanista Andrea Tornielli su visión de numerosos temas claves.

 

 

¿Puedo preguntarle cuál es su experiencia como confesor con las personas homosexuales? Se hizo famosa aquella frase suya pronunciada durante la conferencia de prensa en el vuelo de regreso de Río de Janeiro: «¿Quién soy yo para juzgar?»

—En esa ocasión, dije: «Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?». Parafraseé de memoria el Catecismo de la Iglesia católica, donde se explica que estas personas deben ser tratadas con delicadeza y no deben ser marginadas. En primer lugar, me gusta que se hable de «personas homosexuales»: primero está la persona, con su entereza y dignidad. Y la persona no se define tan solo por su tendencia sexual: no olvidemos que somos todos criaturas amadas por Dios, destinatarias de su infinito amor. Yo prefiero que las personas homosexuales vengan a confesarse, que permanezcan cerca del Señor, que podamos rezar juntos. Puedes aconsejarles la oración, la buena voluntad, señalarles el camino, acompañarlos.

 

—¿Puede haber oposición entre verdad y misericordia, o entre doctrina y misericordia?

—Respondo así: la misericordia es verdadera, es el primer atributo de Dios. Después podemos hacer reflexiones teológicas sobre doctrina y misericordia, pero sin olvidar que la misericordia es doctrina. Sin embargo, a mí me gusta más decir: la misericordia es verdadera. Cuando Jesús se halla ante una adúltera y la gente que estaba dispuesta a lapidarla aplicando la Ley mosaica, se detiene y escribe en la arena. No sabemos qué escribió, el Evangelio no lo dice, pero todos los que estaban allí, dispuestos a lanzar su piedra, la dejan caer y, uno tras otro, se marchan. Queda solo la mujer, aún asustada tras haber estado a un paso de la muerte. A ella Jesús le dice: «Tampoco yo te condeno, vete y no peques más». No sabemos cómo fue su vida después de aquel encuentro, tras aquella intervención y aquellas palabras de Jesús. Sabemos que fue perdonada. Sabemos que Jesús dice que hay que perdonar setenta veces siete: lo importante es volver a menudo a las fuentes de la misericordia y de la gracia.

 

—¿Por qué usted, comentando el Evangelio en las homilías matutinas en Santa Marta, habla tan a menudo de los «doctores de la Ley»? ¿Qué actitud representan?

—Es una actitud que encontramos descrita en muchos episodios del Evangelio: son los principales opositores de Jesús, los que lo desafían en nombre de la doctrina. Es una actitud que encontramos también a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Durante una asamblea del Episcopado italiano, un hermano obispo citó una expresión tomada del De Abraham de san Ambrosio: «Cuando se trata de dispensar la gracia, allí está presente Cristo; cuando se debe ejercer el rigor, tan solo están presentes los ministros, pero Cristo está ausente». Pensemos en las muchas tendencias del pasado que vuelven a resurgir bajo otras formas: los cátaros, los pelagianos que se justifican a sí mismos por sus obras y por su esfuerzo voluntarista, actitud esta última ya contrastada de manera muy límpida en el texto de la Carta a los Romanos de san Pablo. Pensemos en el agnosticismo, que incluye esa espiritualidad light, sin encarnación. San Juan es muy claro sobre esto: quien niega que Cristo vino en carne y hueso, es el anticristo. Recuerdo siempre el fragmento del Evangelio de san Marcos (1, 40-45), donde se describe la cura del leproso por parte de Jesús. Una vez más, como en tantas otras páginas evangélicas, vemos que Jesús no permanece indiferente, sino que experimenta compasión, se deja implicar y herir por el dolor, por la enfermedad, por la necesidad de quien encuentra en el camino. No se echa atrás. La Ley de Moisés determinaba la exclusión de la ciudad para el enfermo de lepra, que debía quedarse fuera del campamento (Levítico 13, 45-46), en lugares desiertos, marginado y declarado impuro. Al sufrimiento de la enfermedad se sumaba el de la exclusión, la marginación y la soledad. Intentemos imaginar la carga de sufrimiento y de vergüenza que debía llevar el enfermo de lepra, que se sentía no solo víctima de la enfermedad, sino también culpable, castigado por sus pecados. La Ley que llevaba a marginar sin piedad al leproso tenía como finalidad evitar el contagio: había que proteger a los sanos. Jesús se mueve siguiendo otra lógica. Por su propia cuenta y riesgo se acerca al leproso, lo reintegra y lo cura. Y nos hace así descubrir un nuevo horizonte, el de la lógica de un Dios que es amor, un Dios que quiere la salvación de todos los hombres. Jesús ha tocado al leproso, lo ha reintegrado en la comunidad. No se ha parado a estudiar concienzudamente la situación, no ha preguntado a los expertos los pros y los contras.

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Para Él, lo que cuenta realmente es alcanzar a los lejanos y salvarlos, como el buen pastor que deja a la grey para ir a buscar a la ovejita perdida. Entonces, como hoy, esta lógica y esta actitud pueden escandalizar, provocan la queja de quien está acostumbrado siempre, y solamente, a hacer que todo entre en sus propios esquemas mentales y en la propia puridad ritualista, en lugar de dejarse sorprender por la realidad, por un amor y por una medida más grandes. Jesús va a curar y a integrar a los marginados que están fuera de la ciudad, fuera del campamento. Haciendo eso nos señala a nosotros el camino. En este fragmento evangélico nos encontramos frente a dos lógicas de pensamiento y de fe. Por un lado, el miedo de perder a los justos, los salvados, las ovejas que están ya dentro del redil, a buen recaudo. Por otro, el deseo de salvar a los pecadores, los perdidos, los que están fuera del recinto. La primera es la lógica de los doctores de la Ley, la segunda es la lógica de Dios, que acoge, abraza, transfigura el mal en bien, transforma y redime mi pecado, transmuta la condena en salvación. Jesús entra en contacto con el leproso, lo toca. Haciendo esto nos enseña a nosotros qué debemos hacer, qué lógica seguir frente a las personas que sufren física y espiritualmente. Tenemos este ejemplo que seguir, venciendo prejuicios y rigideces, al igual que les sucedió a los apóstoles en los albores de la Iglesia, cuando debieron vencer, por ejemplo, las resistencias de aquellos que exigían la observancia incondicionada de la Ley de Moisés también por parte de los paganos convertidos.

 

—Usted ha citado varias veces ejemplos y actitudes de cerrazón. ¿Qué es lo que aleja a las personas de la Iglesia?

—Precisamente estos días he recibido un correo electrónico de una señora que vive en una ciudad argentina. Me cuenta que hace veinte años se dirigió al tribunal eclesiástico para empezar el proceso de nulidad matrimonial. Las razones eran serias y fundadas. Un sacerdote le había dicho que se podía conseguir sin problema, pues se trataba de un caso muy claro en lo que respecta a la valoración de las causas de nulidad. Pero en primer lugar, al recibirla, le había pedido que pagara cinco mil dólares. Ella se escandalizó y abandonó la iglesia. La llamé por teléfono y hablé con ella. Me contó que tenía dos hijas muy comprometidas con la parroquia. Y me habló de un caso que acababa de suceder en su ciudad: un recién nacido de pocos días murió sin bautizar, en una clínica. El cura no dejó entrar en la iglesia a los padres con el ataúd del pequeño, hizo que se quedaran en la puerta, pues el niño no estaba bautizado y, así pues, no podía ir más allá del umbral. Cuando la gente se encuentra frente a estos feos ejemplos, en los que ve prevalecer el interés o la poca misericordia y la cerrazón, se escandaliza.

 

—En la exhortación Evangelii gaudium usted escribió: «Un pequeño paso, en medio de los grandes límites humanos, puede ser más apreciado por Dios que la vida exteriormente correcta de quien pasa sus días sin enfrentarse a importantes dificultades». ¿Qué significa?

—Me parece muy claro. Esta es la doctrina católica, forma parte de la gran Ley de la Iglesia, que es aquella del et et, y no la del aut aut. Para algunas personas, por las condiciones en que se encuentran, por el drama humano que están viviendo, un pequeño paso, un pequeño cambio, vale muchísimo a los ojos de Dios. Recuerdo el encuentro con una muchacha en la entrada de un santuario. Era guapa y sonriente. Me dijo: «Estoy contenta, padre, vengo a darle las gracias a la Virgen por una gracia que recibí». Era la mayor de sus hermanos, no tenía padre y para ayudar a mantener a la familia se prostituía: «En mi pueblo no había otro trabajo…». Me contó que un día al prostíbulo llegó un hombre. Estaba allí por trabajo, venía de una gran ciudad. Se gustaron y al final él le propuso que lo acompañara. Durante mucho tiempo ella le pidió a la Virgen que le diera un trabajo que le permitiera cambiar de vida. Estaba muy contenta de poder dejar de hacer lo que hacía. Yo le hice dos preguntas: la primera tenía que ver con la edad del hombre que había conocido. Intentaba asegurarme de que no se tratara de una persona mayor que quisiera aprovecharse de ella. Me dijo que era joven. Y después le pregunté: «¿Y te casarías con él?». Y ella contestó: «Yo quisiera, pero no oso aún pedírselo por miedo a asustarlo…». Estaba muy contenta de poder dejar ese mundo donde había vivido para mantener a su familia. Otro ejemplo de gesto aparentemente peque- ño, pero grande a los ojos de Dios, es el que hacen tantas madres y esposas que el sábado o el domingo hacen cola en la entrada de las cárceles para llevar comida y regalos a los hijos o a los maridos presos. Se someten a la humillación de los cacheos. No reniegan de sus hijos o maridos que se han equivocado, van a visitarlos. Ese gesto en apariencia tan pequeño y tan grande a los ojos de Dios es un gesto de misericordia, a pesar de los errores cometidos por sus seres queridos.

 

 

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