El fin de los subsidios no elimina las distorsiones de precios de la energía eléctrica

En diciembre pasado, una familia tipo de la Ciudad de Buenos Aires gastó 54,87 pesos en la factura de gas y 31,98 pesos en la de electricidad, un combo equivalente al precio de dos cafés en un local de la calle Florida. La política de subsidios que aplicó el gobierno anterior para ganar el favor de los votantes llegó a un extremo ridículo, pero esto no quiere decir que superar las distorsiones sea una tarea sencilla ni exenta de costos. A partir de febrero, los precios de la electricidad quizá se estén multiplicando por 8 para buena parte de los habitantes de Capital y Gran Buenos Aires, pero cuidado que en el resto del país hay una importante cantidad de usuarios de cooperativas y de empresas provinciales que pueden recibir sorpresas negativas, ya que las tarifas de esas distribuidoras han subido en forma significativa en los últimos años y puede haber sobrecostos y/o excesos impositivos que hasta ahora se disimulaban por el bajo precio de la energía a nivel mayorista. La tarifa social, que protegerá a unos 2 millones de hogares en todo el país, es el instrumento adecuado para evitar una elevada conflictividad, pero su implementación no será sencilla. También deberán eliminarse sobrecostos y exceso de impuestos en el interior del país, porque de lo contrario estos usuarios se encontrarán pagando –por igual consumo- bastante más que en la Capital, teniendo sueldos menores y afrontando un transporte público más caro. En la Argentina no genera demasiada controversia que los precios de la peluquería o de los zapallitos reflejen las fuerzas de oferta y demanda subyacentes. Pero ese consenso se esfuma cuando se trata de la cotización del dólar, de las tasas de interés, de servicios como el gas o la electricidad. Sin embargo, la función de los precios es igualmente relevante en cada uno de esos mercados, como la forma más directa de reflejar escasez o abundancia, de inducir más o menos inversiones en cada sector, de empujar a la demanda a buscar sustitutos cuando un bien o un servicio se encarece demasiado.

Por supuesto que los gobiernos pueden intervenir para prevenir distorsiones en esos mercados. Hay mucha experiencia acerca de los instrumentos más eficaces para evitar monopolios o cartelización y para las regulaciones más apropiados. También para aplicar subsidios focalizados o para inducir el uso de servicios o productos con efectos colaterales positivos sobre la sustentabilidad ambiental, por ejemplo. Sin embargo, lo que se vivió en años anteriores fue un desborde de subsidios y regulaciones que terminaron por afectar la propia dinámica de la economía en términos de inversiones y producción, tal como se subrayó aquí en la columna del 12 de octubre del año pasado ( “El festival de subsidios ahora castiga al empleo”) . No sólo eso, por el uso y abuso de los subsidios muchos funcionarios descuidaron la gestión, pensando que no hacía falta para seguir ganando elecciones, algo que los comicios del año pasado se encargaron de desmentir. Las medidas que se han comenzado a implementar desde el 10 de diciembre pueden ser encuadradas dentro de un patrón, que es el de devolverle a los precios el rol clave que tienen para asignar recursos, para detectar escasez o abundancia. El levantamiento del “cepo cambiario” permitió saber que la cotización del dólar podía acercarse a un equilibrio a una paridad de 14 pesos, y las recientes decisiones vinculadas con las tarifas eléctricas van en similar dirección, aunque en esta caso subsista la segmentación de mercados y los nuevos precios reflejen todavía una fracción del costo económico. Obviamente, mientras más se abra el juego a las fuerzas de oferta y demanda, mayor responsabilidad tendrán los gobiernos en cuanto a evitar nuevas distorsiones, originadas en la falta de competencia o en regulaciones inadecuadas. Esto es válido no sólo para la jurisdicción nacional, sino también para provincias y municipios, y en algunos casos es urgente por lo apuntado más arriba, respecto de sobrecostos y excesos impositivos. La actualización de tarifas de gas y electricidad tiene un lado negativo, vinculado con el encarecimiento de la canasta de consumo y su impacto sobre los índices de inflación, y tiene beneficios potenciales, en el sentido de fomentar un uso más racional de la energía y de atraer inversiones en el sector, de modo de acabar con los cortes de suministro, que afectan la calidad de vida de las familias (se había llegado a un promedio de 31 horas/año de interrupciones en el Gran Buenos Aires!) y también de ofrecer mayor certidumbre para la radicación de nuevas industrias. Respecto del impacto en la inflación, en rigor un ajuste de tarifas no encuadra en el concepto de ascenso generalizado de precios, sino más bien en un movimiento “por única vez”, asociado a un cambio en los precios relativos. Sin embargo, desde el punto de vista del humor social, esos tecnicismos pueden resultar chocantes, pues lo que importa es el poder adquisitivo de los salarios. En Buenos Aires, la tajada de ingresos que se habrá de llevar el ajuste conjunto del gas (que no demorará en ser anunciado) y de la electricidad puede superar los 600 pesos por mes, con una incidencia del orden de 5 % sobre el índice de costo de vida. Esto aleja del objetivo del gobierno nacional de una inflación que no supere el 25 % anual en 2016, pero debe subrayarse que si el Banco Central se mantiene firme en su política monetaria, puede suceder que una gama importante de sectores (Recreación, Restaurantes, Turismo) se vean obligados este año a ser extremadamente cuidadosos con sus precios, para evitar perder ventas. Y ese subconjunto representa un 25 % de la canasta familiar, por lo que puede jugar un rol importante (aunque no deseado) en cuanto a evitar un desborde de la inflación pese a los aumentos tarifarios. Como se viene apuntando en estas columnas, mientras más rápido converja la inflación a las metas oficiales, más pronto podrá ocurrir el rebote en el nivel de actividad, de la mano de una baja en las tasas de interés, una estabilización del poder adquisitivo de las familias y de los primeros efectos de la recuperación de inversiones en los sectores con mejores condiciones para reaccionar, entre los que se cuenta la agroindustria y la generación y distribución de energía. Estos tiempos podrían acortarse en la medida en que la Argentina recupere acceso al crédito internacional, de la mano de un acuerdo con los holdouts. Una baja adicional del riesgo país sería fundamental para que, justamente, proyectos de inversión ligados a la infraestructura puedan pasar a ser rentables. Es posible que este escenario no sea tan utópico, en la medida en que se consolide la movida de un grupo mayoritario de diputados y senadores de origen justicialista, que proponen avanzar en un paquete de leyes de interés común de Nación y Provincias, que incluiría la cuestión de la deuda externa. Es que la escasez de fondos presupuestarios es la preocupación dominante de los políticos que hoy se ocupan de la gestión.

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