Las economías de mercado, el Estado y la cuestión social

El capitalismo y la cuestión social

 

 

El surgimiento del actual sistema económico es el resultado de un largo proceso (de siglos) de transformaciones sociales. Siguiendo el análisis de autores como Karl Polanyi (La gran transformación), Robert Heilbroner (La formación de la sociedad económica) y otros, las mismas pueden resumirse en las siguientes: los cercamientos de tierras comunales (con los primeros antecedentes en el siglo XIII), la creación de mercancías ficticias (naturaleza, hombres y dinero), la aparición de las grandes máquinas y otros inventos, la expansión del comercio, y la emergencia de una nueva justificación de lo económico a partir de la búsqueda del interés individual y la ganancia como ordenadores primordiales de las relaciones sociales. Ello derivó en un sistema de organización económica centrado en la propiedad privada y la producción fabril, la construcción del mercado de factores y la búsqueda de nuevos mercados de productos para la colocación de la naciente producción en masa. En éste nuevo contexto (finales del siglo XVIII e inicios del siglo XIX), el funcionamiento del naciente sistema de organización pronto demostró graves disrupciones a nivel social, generando elevados niveles de precariedad laboral, pobreza y exclusión social. Surge así la denominada “cuestión social”. Mientras que en las fábricas las condiciones de trabajo resultaban extenuantes y poco remuneradoras (hombres, mujeres y niños trabajando en  ocasiones hasta 16 horas diarias, en espacios insalubres y con salarios reducidos), las problemáticas socio-económicas se acentuaban aún más en una franja poblacional que no alcanzaba siquiera a ingresar a cualquier relación salarial. Éste último grupo se componía, tanto por quienes se encontraban en condiciones de trabajar, como por quienes no lo estaban (por razones como discapacidad, accidentes laborales, etc.). Es decir, la sociedad fue integrándose, por un lado, por propietarios con riquezas crecientes y, por otra, por trabajadores y desocupados sin medios de producción (solo disponiendo de su fuerza de trabajo) y en situación de pobreza, viviendo en condiciones paupérrimas. Ante esto, cabría realizar el siguiente análisis: si el sistema económico (de fábricas) no logra emplear trabajadores y distribuir recursos suficientes a una fracción de la población a través de su sistema productivo, y si ésta situación no puede ser compensada hacia dentro del seno familiar de los trabajadores o desocupados pobres, entonces: ¿de qué manera, éstos alcanzarían niveles de bienestar dignos?

 

El Estado de Bienestar a lo largo de casi un siglo

Con el objetivo de aplacar los efectos perniciosos del sistema, y los reclamos sociales consecuentes, el canciller Otto von Bismarck promovió, en la Alemania de fines del siglo XIX, la implementación de un régimen de protección, iniciado a partir de la Ley del Seguro de Enfermedad, generando el antecedente de lo que hoy se conoce como el Estado de Bienestar (éste Estado se erige con la finalidad primordial de proteger a la población contra los riesgos derivados del funcionamiento del sistema socio-económico. Antes de ello se habían propuesto, aunque marginalmente, algunas medidas aseguradoras).

En los años siguientes a ésta ley fueron sancionadas otras medidas destinadas a la protección, tales como aquellas relativas a accidentes de trabajo, invalidez y vejez, y otros. Con el tiempo, diversos países implementaron sistemas de seguridad social con objetivos similares a los mencionados. Con la crisis del año 1929, y a partir del concurso de las políticas keynesianas, el Estado adquirió  también un rol activo en la generación de empleo a partir de la intervención directa en la economía (principalmente desde el estímulo a la demanda). Así, con la participación activa del Estado en la vida económica y social, transcurrieron los conocidos “treinta años gloriosos” posteriores a la Segunda Guerra Mundial (con economías operando con elevados índices de crecimiento y empleo). Sin embargo, mediando la segunda mitad del siglo XX, los Estados de Bienestar sufrieron, como resultado de la emergencia de un contexto económico y social diferente (vgr. desaceleración del crecimiento, disputa distributiva, e incremento de los flujos financiero y de bienes y servicios en el ámbito internacional), y del retorno de la ideología liberal, un importante estrechamiento y, por tanto, un acotamiento de su campo de acción. A partir de aquí se ingresa en una fase que caracteriza a las “crisis de los Estados de Bienestar” (la bibliografía al respecto es amplia. Puede consultarse: El Estado Benefactor. Un paradigma en crisis –Isuani, Lo Vuolo y Tenti Fanfani-).

El retorno liberal, el Estado reducido y la nueva cuestión social

En éste nuevo período, los gobiernos de diversos países adoptaron la doctrina liberal al momento de diseñar e implementar sus principales políticas económicas (casos paradigmáticos representan los gobiernos de M. Thatcher y R. Reagan, en Inglaterra y Estados Unidos, respectivamente. En Argentina, las políticas de corte liberal fueron ampliamente utilizadas tanto durante el gobierno de la última dictadura -1976 a 1983-, como durante la década del ’90). En estos contextos de creciente privatización de los recursos, liberalización de los mercados (de trabajo y de productos) y de reformas del Estado, reaparece, con toda crudeza, una “nueva cuestión social” (fenómeno generalizado en gran parte de Occidente). Esta nueva cuestión social trae consigo niveles de desempleo y exclusión crecientes, pero con la característica de ser más prolongados y complejos (por ejemplo, siguiendo a Pierre Rosanvallón -en su libro La Nueva Cuestión Social- destacamos a  la vejez más prolongada y a los riesgos de catástrofes naturales). La nueva cuestión social presenta también límites y dificultades en cuestiones como el acceso a la vivienda propia y las elevadas desigualdades salariales que antes no se observaban dentro de una organización (y que limitan la generación de empleo). Además, éstas problemáticas se introducen en un contexto de marcada (y cada vez más regular) inestabilidad económica. Y volvemos aquí a realizarnos el mismo interrogante planteado supra, reformulado por las características de la nueva situación: ¿de qué manera se logra incluir a los excluidos? En el pensamiento del liberalismo económico es usual oír, a partir de la voz de uno de sus máximos referentes, que “la responsabilidad social de las empresas es incrementar sus ganancias” (Milton Friedman). En ésta dirección, algunos análisis muestran que en las últimas décadas se produjo una gran reducción de la solidaridad intra-empresas (Rosanvallón, op.cit.). De ser así, es decir, que si el sector privado lucrativo, en protección de sus ganancias, no avanza por sí mismo en reformas que permitan alcanzar mayores niveles de empleo, reparto equitativo de los recursos e inclusión (por ejemplo, priorizando el trabajo por sobre el capital, compartiendo equitativamente el capital, el empleo y las rentas), y si el tercer sector no se encuentra aún en posición de atender (en las formas o en las escalas necesarias) las nuevas problemáticas (1), entonces resulta  indispensable la intervención de un Estado presente y activo para regular y ordenar las relaciones económicas en favor de los que menos tienen, observando como norte la preservación de la paz y la solidaridad social. ¿Cuáles son, entonces, las herramientas disponibles para atender las problemáticas aparejadas a la nueva cuestión social?

La participación del Estado en los años recientes: transferencias de ingresos, promoción del empleo y servicios públicos

Entre las medidas que debieran implementarse para atender las necesidades derivadas del nuevo contexto de pobreza y exclusión social pueden mencionarse cuatro ejes de acción posibles: 1. seguridad al trabajador (protegiendo, como expresaba el sociólogo Robert Castell en su libro “La inseguridad social”, las trayectorias profesionales), 2. promoción de la incorporación de quienes se encuentren en formación o desempleados,  3. garantías de ingresos adecuados a quienes no se encuentran en condiciones de trabajar (vgr. ancianos) y 4. facilidades al acceso de la población a bienes y servicios esenciales, como la vivienda digna. En ésta dirección, en nuestro país han sido implementadas diversas medidas de políticas sociales y económicas a lo largo de los últimos años. Entre éstas pueden mencionarse la amplia utilización de las negociaciones salariales, la Asignación Universal por Hijo -recientemente convertida en ley-, el Programa de Inclusión Previsional Anticipada, el nuevo Régimen de Trabajo Agrario, el Seguro de Capacitación y Empleo, el Programa de Formación para el Trabajo, y otros planes y programas, tales como: el Plan Integral para la Promoción del Empleo “Más y Mejor Trabajo”, el Programa Ingreso Social con Trabajo “Argentina Trabaja”, el Programa de Respaldo a estudiantes de Argentina PROG.R.ES.AR y el Programa de Crédito Argentino del Bicentenario para la Vivienda Única Familiar PRO.CRE.AR, entre otros.

Sin embargo, a pesar de los resultados alcanzados, y la direccionalidad de las políticas implementadas para atender las problemáticas que vienen aparejadas de la mano de la nueva cuestión social, aún restan otras acciones por realizar. Entre éstas puede considerarse la discusión seria de medidas necesarias –y poco exploradas actualmente-, como bien podría ser la necesidad de recuperar bienes de uso público y común, garantizando un mínimo de recursos (por ejemplo, bienes de uso) disponibles para la población que puedan ser independientes de la capacidad adquisitiva del ciudadano, o la promoción de empresas sociales, cogestionadas y fuertemente vinculadas a objetivos de inclusión, justicia social y solidaridad.

(1) Sobre el rol del tercer sector y los alcances de su intervención hablaremos en un próximo artículo

 

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