Encuentros crossdresser en Buenos Aires: hombres con algo más que perfume de mujer

No son travestis ni trans. No buscan sexo ni levante. Son hombres heterosexuales y con familia que una vez a la semana dan rienda suelta a su fetiche: los encuentros crossdresser.

 

Hola lindo, ¿vos qué sos, cross friendly?

-Hola. No, no soy nada.

-¿Te vas a montar? Si queres, pasá al baño que ahí las chicas se están montando. Entrá con confianza, no hay drama.

-No sé, la verdad que no me animo. Además, no traje ropa.

-Pero te prestamos, con ese lomo vas a quedar divina, mirá la piel que tenés.

-Gracias. En realidad soy periodista, vine a hacer una nota. Por eso vine.

-¿Una nota? ¿No me estarás grabando, no?

-Para nada, quedate tranquilo.

-Tranquila, mi amor. Acá adentro somos todas chicas.

-Tranquila, perdón.

-Mira que acá se respeta la intimidad de todas.

-Seguro, olvidate, no voy a hacer nada que vos no quieras.

-Más te vale. Bueno, ¿te vas a animar?

-Posta, dejame ver qué onda. En una de esas me monto.

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La que me habla es Adrianita Yasmín, un señor con peluca rubia de bucles dorados, la cara maquillada como vedette y un vestido tipo baby doll color champagne. En la era de la igualdad de derechos puede sonar tremendamente violento y discriminatorio decir señor con peluca, aunque no haya nada ofensivo en esto: Adrianita no es travesti, no es transexual, no es drag queen ni transformista. Adrianita ni siquiera es gay. No quiere casarse con otro hombre ni reclama adoptar un hijo con su pareja varón ni quiere implantarse nada ni cortarse nada ni tomar ninguna hormona femenina. Adrianita ni siquiera se molesta en depilarse. En términos formales, y lejos de cualquier ofensa, Adrianita es eso: un señor con peluca, tacos y pollera. Pero puertas adentro de ese bar de Barracas en donde se encuentra con sus pares, ella es una chica. El hombre que dos horas antes llegó con sus Wrangler Montana verde seco y su camisa a cuadros manga corta se montó en el baño y ahora se siente mujer.

 

Antes de seguir con el relato, es pertinente incluir un breve manual del usuario: montarse es producirse, ponerse peluca, maquillarse, clavarse un vestido sexy. Chicas son los hombres que ahí adentro están vestidos de mujer. Crossdresser es el varón, generalmente heterosexual, que lleva una vida de género masculino absolutamente convencional y cada tanto se monta como señorita y cambia su chip mental por completo. Juan, Roberto o como se llame el tipo antes de entrar a ese encuentro crossdresser es ahora Adrianita Yasmín, con sus bucles amarillos, sus tacos de quince centímetros y una actitud femenina que sorprende.

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Son las 11 de la noche del tercer viernes de marzo y el bar de Barracas, visto desde afuera, es un espectáculo. Unos 45 hombres vestidos de mujer conversan animadamente en las mesas, toman cerveza, comen picadas y socializan entre carteles que ofrecen pinta, Fernet, aperitivos y pizarrones con el menú del día: choricitos a la birra, lasaña casera, bruschettas o papas a la rosé. Literal. La reunión se llama Encuentro Cross y tiene menos intenciones sexuales que una convención de Tupper: ellos, ahora ellas, sólo quieren juntarse a charlar de la vida y pasar un buen rato con hombres que tienen un fetiche en común. Y sólo eso. No hay tríos, no hay swingers, no hay histeriqueo, no hay coqueteo, no hay levante. Tampoco hay drogas, dealers, prostitución o cualquiera de esas situaciones que marcan gran parte de la noche travesti. «A veces parece que hay una cierta esquizofrenia en esto, pero yo lo hablé con psiquiatras y no es así. Yo tengo la costumbre de hablar de mi lado A y mi lado B. De todos modos, después de mucha terapia logré darme cuenta de que el que te está mirando detrás de toda esta producción es la misma persona que entró acá con un vaquero y una camisa. Sólo me visto así porque esto colma una parte mía de lo que yo llevo adentro. Es como un hobby: a algunos les gustan los autos, otros van a jugar a la pelota, otros al bowling, y nosotras nos subimos a un par de tacos y salimos a la calle. Lo único que nos interesa es venir acá montadas y sentirnos mujeres por un rato, nada más.»

Quien habla es Mirna Ladyrouge, un hombre de voz gruesa y firme que impone respeto con su sola presencia: metro noventa, espalda enorme de gimnasta, cara angulosa, rasgos marcados. Mirna es la organizadora de estos encuentros, y su carácter de líder es evidente. En su vida como hombre dirige una empresa industrial de un rubro que prefiere no decir, está casado con una mujer y tiene hijos. Ronda los cincuenta y pico y es, a juzgar por su discurso, una persona de nivel sociocultural alto. Sus manos enormes exhiben una perfecta manicura de uñas largas y rojas, y lucen importantes anillos que vaya uno a saber de dónde salieron, a quién se los compró, en qué lugar los guarda. Porque Mirna vive una vida de señor legal, con familia, trabajo, cuentas, obligaciones y una rutina que no parece disgustarle, como tampoco le disgustan las mujeres en la intimidad. Nunca tuvo sexo con un hombre y no está en sus planes tenerlo. Si le es fiel a su mujer, no lo sé y me da igual saberlo, aunque ella aclare, una y otra vez, que es absolutamente heterosexual y que los hombres no le mueven un pelo.

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¿Por qué organiza las reuniones cross de manera tan ordenada y pautada? Por una cuestión de agenda, explica. «Si todas sabemos que el tercer viernes de cada mes, a tal hora y en tal lugar, podemos desaparecer de nuestras casas y salir a montarnos, las cosas son más fáciles. Le podés decir a tu mujer que tenés el asado mensual con los amigos, podés organizar con anticipación los viajes de trabajo, planear los cumpleaños de tus hijos. Yo, por ejemplo, hoy tenía una convención de trabajo en el exterior y moví la fecha porque sabía que no podía faltar al encuentro cross. Todo es más ordenado así.»

 

Ricitos de oro

Adrianita Yasmín, que en su vida como hombre trabaja en la administración pública, sigue insistiendo con que yo debería probar. Tengo miedo, vuelvo a decirle. Me da terror descubrir a esa otra persona que se vería reflejada en el espejo si me visto de mina, me maquillo y me calzo la peluca y los tacos. Estando ahí, rodeado de crossdressers, la transformación se vive de manera tan cercana que la sola posibilidad de imaginarse montado me intimida. Pero a la vez genera curiosidad. En el pasillo que conduce a los baños, donde muchos hombres llegan de civil para no ser vistos como mujer en la calle y se cambian ahí mismo, ella me cuenta su historia. «Empecé probándome ropa de mi novia o algún corpiño que le robaba a una vecina. Te vas probando y vas sintiendo cierto placer por el goce de las prendas, como que es algo nuevo que te provoca una sensibilidad especial. Es una inquietud, una fantasía que uno tiene desde chiquita y que va saliendo de diferentes maneras. Yo estoy en pareja con una chica, somos una pareja abierta. Ella me maquilla, me produce, me acompaña. Es de los pocos casos en los que la mujer de una cross se presta a acompañar, apoya a la cross y no tiene problema. Cuando la conocí hace dos años, le dije que a mí me gustaban tales cosas, y que, si me quería, me tenía que aguantar así, porque no quedaba otra. Yo creo que cuando hay amor verdadero, todo lo demás es secundario», dice, con la voz más suave que le sale y los gestos femeninos tan exagerados como una Tootsie contemporánea. Adrianita practica el cross desde hace veinte años, pero recién hace seis meses se animó a compartir esto con sus pares. El encuentro cross, asegura, es un espacio de contención.

¿Cómo empezaron estas reuniones? Primero en lo de Claudia, una mujer biológica -así llaman a las personas de género femenino ahí adentro, para diferenciarlas de las chicas- que luego de la crisis de 2001 encontró una salida laboral en Crossdressing Buenos Aires. Este microemprendimiento ofrece el servicio de cross a hombres novatos que quieren ser mujer por un rato y no tienen la menor idea de dónde comprar una peluca o conseguir zapatos talle 44, y tampoco podrían hacerlo abiertamente en la calle con la libertad de una travesti. Claudia recibe a sus clientes en un departamento del centro porteño y durante dos horas los viste según la preferencia de cada uno (de fiesta, cóctel, lencería, mujer ejecutiva. , cosas así). Luego les hace fotos para inmortalizar la experiencia, y a otra cosa mariposa. Como la vivencia resulta bastante solitaria, con el tiempo se empezaron a organizar pequeños vernissages en lo de Claudia, que más adelante derivaron en lo que hoy son los Encuentros Cross.

 

La chica Sabrina

Sabrina tiene muy poco maquillaje, no se esfuerza por ser femenina y sus rasgos varoniles están tan marcados que terminan proyectando una imagen casi caricaturesca de ese hombre que es durante todo el día, la mayoría de los días. Sabrina es un tipo gracioso, muy conversador, que sabe reírse de sí mismo y no parece tener intenciones de crear ningún personaje. En su vida cotidiana es docente universitario, está casado, tiene dos hijos varones de 19 y 25, y no siente ningún tipo de deseo sexual hacia los hombres. En medio de la charla y con una cerveza de litro compartida, tira un dato sorprendente: si pudiera volver a elegir de qué modo vivir se pondría en pareja con una lesbiana que acepte su costado femenino, y andaría por el mundo «más montada que de civil». Su vida, dice con cierta nostalgia, se ha convertido en una gran estructura: una esposa a la que le guarda cariño, pero que no acepta su costado cross («cuando se enteró casi me echa de casa, pero decidió tolerar mis escapadas porque no puede vivir sin mí»), un trabajo «careta» -repite la palabra careta en cada oración que enuncia- del que no puede desprenderse, un hijo mayor que sabe de lo suyo porque le descubrió la ropa y las pelucas en la casa y le dijo que lo aceptaba tal cual era, que estaba todo bien, y otro hijo menor al que todavía debe mantener y con el que una vez se cruzó por la calle, él de cross, y por los efectos mágicos de la peluca tapándole la cara de costado logró zafar de ser reconocido. Sabrina, la chica Sabrina, tiene 59 años y está a uno de jubilarse y cumplir su sueño: patear el tablero y poner un negocio de zapatos al que pueda ir a trabajar vestida de hombre o de mujer, según el humor de cada día, sin que nadie la juzgue. Por ahora debe conformarse con mantener la estructura, aguantar y esperar ansiosamente al tercer viernes de cada mes para sentirse libre y contar anécdotas graciosas, como esta que comparte en la mesa de chicas: «Hace unos días fui a Warnes a comprar una lamparita de exposición para el auto. Fui como Sabrina porque quería saber qué se sentía andar de mujer en un ámbito completamente masculino. Si hubiera ido como hombre, le hubiese descrito perfectamente al vendedor las lamparitas que necesitaba y los watts que quería, pero como era Sabrina me hice la boluda y saqué las lamparitas de la cartera y le dije al vendedor, con voz de bebota: ¿Me das dos de estas? Y el tipo, redivino, me puso lo que compré en una cajita y me ayudó con la cartera. Si yo iba de varón, te aseguro que me tiraba las lamparitas en una bolsa horrenda y chau, pero a una dama la tratan diferente, y eso me gusta. Cuando me pinta ser mujer me gusta que me abran la puerta de un negocio, que me dejen pasar primero en el subte, esas cosas». Literal.

 

Valeria y sus dos planos

Son las 2 de la madrugada y en Encuentro Cross no sucedió nada extraordinario. Las chicas siguieron conversando, comiendo papas fritas, tomando cerveza. En un momento de la noche, como si se tratase de una reunión de ex alumnas de la promoción 84, se empezaron a proyectar en una pantalla gigante imágenes de los Encuentros Cross anteriores con el año de cada uno como viñeta y el tema A quién le importa, de Thalía, sonando de fondo.

Valeria Campbell, la cross mejor producida de la noche, me pide que haga silencio justo cuando estoy tratando de encararla. Sólo me mueve un interés antropológico. Mis dudas sobre si debo montarme o no, mi temor a caer en el ridículo y estancarme en lo bizarro, lo grotesco, se disipan cuando entra en escena Valeria Campbell enfundada en un vestido rojo que parece de Las Oreiro y perfectamente maquillada como una modelo de la revista Vogue. «Si me monto, quiero ser top como vos», le digo, pero ella no parece escucharme porque está muy concentrada en el video de graduación cross. Cuando esto termina, me mira intensamente con sus ojos turquesas, me pide no salir en las fotos y habla. «El problema es que yo no me puedo mantener en un solo plano masculino, pero tampoco quiero irme a uno totalmente femenino, como las travestis o las trans. A mí me interesan los dos planos. Cuando estoy acá trato de sacarle todo el provecho posible a la experiencia, pero jamás podría montarme tres o cuatro días seguidos porque no me da la cabeza. Ahora estoy saliendo dos veces por semana, con eso me alcanza. Siempre estuve en pareja con una mujer, pero ahora estoy separada porque no puedo sostener el compromiso de conocer a una chica y que se banque toda mi historia. Si bien me siguen gustando las mujeres, no puedo estar en pareja con una porque tarde o temprano te llegan reclamos para mantener tu rol de hombre. Estando de varón me puedo enamorar de una mujer, pero ninguna se lo banca. Por eso mi vida es una incógnita. Mi mundo ideal sería uno en el que mi sexualidad pueda mutar todo el tiempo sin que nadie me juzgue, pero eso no se da.»

Valeria, al igual que Sabrina, sueña con una vida sin estereotipos. Y detrás del glamour que envuelve su cuerpo, más allá de esos ojos claros y sensuales que hipnotizan, se esconde un halo de tristeza irremediable. Antes de despedirme, le vuelvo a decir que el día que me anime al cross será sólo junto a ella y bajo su asesoramiento, que me gustaría conocerla vestida de hombre y que tal vez, así, podamos salir a tomar algo. Valeria se ríe, me mira fijo, toma un trago de su copa de champagne y lanza, fulminante: «Dale, salgamos cuando quieras, seamos amigas, me encantaría. Pero no te olvides que a mí me siguen gustando las mujeres».

(La Nación)

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