Herencias políticas

«Una amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional y la política exterior de Estados Unidos». El premio Nóbel de la Paz, Barack Obama, demostró que no es diferente a Ronald Reagan o George Bush. A la hora de proteger el imperio, no se es demócrata o republicano. La única diferencia es que las películas con generales sudorosos, medio borrachos y dictadores malhablados refugiados en la selva, dejaron de ser creíbles para justificar la acción de los rubios y bien entrenados soldados yanquis. Lo mismo que la política exterior de Estados Unidos. Nadie puede pensar seriamente que Venezuela signifique una amenaza para Estados Unidos, sus ciudadanos, su economía y mucho menos su «democracia».
Todavía erigido en «policía del mundo», Obama lanzó la advertencia que puede ser el primer paso para una escalada mucho mayor, como ocurrió en Nicaragua o Panamá, que terminaron invadidas y con brutales guerras civiles financiadas por las CIA y derrocamientos como en Chile. Por ahora no se anima a tanto, ya que las sanciones se aplican a un puñado de funcionarios, pero no alcanzan a la importación de petróleo -el país caribeño es el cuarto proveedor de crudo de Estados Unidos-.
Para tomar una dimensión de la proclama, Estados Unidos calificó antes como «amenaza para la Seguridad Nacional» a Irán, Birmania, Sudán, Rusia, Zimbabue, Siria, Bielorrusia y Corea del Norte.
Con esa excusa atacó Irak por invadir a Kuwait en 1990, invadió Afganistán a causa del control Talibán de ese país entre 1999 y 2002, contra Liberia y Sierra Leona entre 2001 y 2004 por violación a los Derechos Humanos, Libia entre 1986 y 2004 por ser calificado como patrocinante del terrorismo, Suráfrica durante el apartheid, la entonces República Federal Yugoslava entre 1992 y 2003 por respaldar grupos nacionalistas serbios y contra la organización UNITA en Angola, conocida por traficar diamantes para financiar una lucha armada.
En Latinoamérica existe el precedente de Nicaragua, Haití entre 1991 y 1994, y Panamá, en 1988, que terminó con la invasión de tropas estadounidenses para detener al presidente Manuel Noriega.
Muchos de sus golpes contaron con el visto bueno o la mirada complaciente de los gobiernos latinoamericanos.
En 1965, en la invasión con 40.000 marines a República Dominicana, participaron soldados brasileños y paraguayos para reprimir los movimientos populares e imponer un gobierno adecuado a los intereses de Estados Unidos. Hasta este momento, parecía existir una hegemonía norteamericana. Hoy esa hegemonía está puesta seriamente en dudas.
Lo cierto es que ni Chávez y mucho menos Nicolás Maduro, pueden significar una amenaza real a Estados Unidos.
Pueden representar si, una amenaza a su «forma de ver» el mundo y la democracia, que solo aplica para terceros países, pero no para el propio suelo estadounidense o los países a los que invade. Estados Unidos declara guerras, asesina, miente y tortura a millones en nombre de la «democracia».
Maduro enfrenta a una derecha radicalizada que intenta desestabilizar al Gobierno desde hace casi dos décadas y que fracasa en cada elección. ¿Sus métodos son autoritarios? En cualquier caso, infinitamente menores a los aplicados por Estados Unidos en Guantánamo o en cualquier cárcel clandestina de la CIA.
¿Venezuela tiene una economía desastrosa que raciona alimentos? Nueva York, el centro financiero mundial tiene más de 60 mil indigentes que viven en las calles sin comida, la cifra más alta desde la Gran Depresión de los años ’30 del siglo pasado. Entre las personas en situación de calle hay 25.640 niños indigentes (14.519 familias) que pasan sus noches en los refugios municipales.
Siquiera la furiosa oposición venezolana respaldó a Obama, quien habría utilizado esta amenaza para calmar a la oposición republicana que le cuestiona la apertura con Cuba y las conversaciones con Irán.
La Mesa de Unidad Democrática, argamasa de todo el frente antichavista, emitió un comunicado en e que sostienen que «Venezuela no representa una amenaza para nadie» y «no estamos de acuerdo con las sanciones unilaterales». Curiosamente, es el primer respaldo opositor que recibe Maduro.
Los países de la región también reaccionaron en contra de Obama, más efusivos Correa y Evo Morales, más serenos Argentina o Brasil. Mujica, más crudo, advirtió que «en América Latina estamos podridos de que se metan» los estadounidenses.
Ni Maduro ni Chávez organizaron a la oposición en Estados Unidos, sino que sembraron, en todo caso, miradas similares en toda Latinoamérica, en paralelo con el surgimiento de otros presidentes que lejos están hoy acatar sumisos los dictados del big brother. Eso es, en definitiva lo que preocupa a Obama.
Estados Unidos ha perdido influencia en la región y sus embajadas ya no están en condiciones de imponer condiciones, sino que sirven cócteles a opositores y periodistas que extrañan los tiempos en que todo venía decidido desde allá.
Son reveladores los cables revelados por Wikileaks y recopilados por el periodista Santiago O’Donell en Argen Leaks: Macri, Massa, Scioli, productores sojeros, Alberto Nisman, periodistas y hasta algunos kirchneristas desfilando por la Embajada, pidiendo apoyos, llorisqueando por ganancias perdidas o despotricando por decisiones del Gobierno.
Los gobiernos de la región están decididamente lejos de aceptar cualquier injerencia de Estados Unidos en los asuntos internos de América Latina. Si Obama profundiza su embestida, solo acarreará un mayor distanciamiento con los presidentes del cono sur, todos elegidos democráticamente y con fuerte respaldo popular, aún con problemas internos que generan preocupación.
Ese respaldo popular es el que preocupa a las elites de la oposición, que ensayan diversos antídotos para recuperar el poder y volverse amigables con Estados Unidos. Venezuela fue un ensayo fallido con Capriles, pero el mismo esquema enfrentó Correa en Ecuador o Evo en Bolivia. Dilma Rousseff logró su reelección en medio de un feroz embate de las fuerzas opositoras y los medios de comunicación en una batalla que se mantiene, sazonada por el escándalo de corrupción en Petrobrás. La UCR definía anoche si se inclinaba más hacia la derecha o formaba parte de un tandem opositor para enfrentar al oficialismo.
En Argentina la presidenta Cristina Fernández acaba de correr el límite del futuro político. Lo corrió hacia la izquierda, para desesperación de quienes quieren sucederla por fuera y también por dentro.
En medio de reclamos opositores para subir el piso del impuesto a las Ganancias, o el nuevo lock-out de los patrones de la soja, Cristina redobló la apuesta con una medida que beneficia a la base social, que es el sustento principal del modelo: anunció el aumento de las becas del plan Progresar, para que los jóvenes de entre 18 y 24 años culminen sus estudios y bajó las restricciones para el acceso, posibilitando que más jóvenes puedan sumarse. Ahora cobrarán 900 pesos por mes, en lugar de los 600 que recibían.
La medida amplía el espectro de beneficiarios y abarca incluso a padres con ingresos de hasta 14.148 pesos, en lugar de los cuatro mil iniciales.
Se universaliza de este modo una medida que había nacido focalizada, lo que generará una adhesión mayor de miles de jóvenes que ahora tienen un incentivo para estudiar, en lugar de la clásica estigmatización de vagos mantenidos.
Esa universalización de derechos ha sido la base política de Néstor primero y Cristina después. Y profundizarlos ahonda el vínculo con quienes se sienten representados por el modelo, a la vez que desespera a quienes los desprecian, pero no se atreven a cuestionarlos para no ahuyentar los votos que servirán para llegar al poder.
Es difícil explicar cómo harán para sostenerlos cuando en paralelo prometen medidas de ajuste, eliminar retenciones a los patrones del campo y achicar el Estado o cumplir con los fallos extorsivos de un juez municipal de Nueva York, que favorecen siempre a los fondos especuladores.
Sin la presencia de un Estado fuerte, sin recursos, difícilmente los programas de respaldo social, como la Asignación Universal, el Progresar, el Procrear o las jubilaciones, se puedan sostener.
O, el camino conocido -y corto- será el endeudamiento, cuyas consecuencias catastróficas todavía se perciben y que dañan la autonomía de los países. Argentina fue la mejor lección, pero basta mirar a Grecia para entender el mismo concepto. Un gobierno elegido democráticamente no puede cumplir con sus programas políticos, que los encumbraron en el poder, por presiones de la banca financiera. Endeudarse, tomar nueva deuda y acumular intereses es lo único que importa desde esa perspectiva. No lo que le pase al joven argentino, al rebelde griego, al desamparado neoyorkino o al desahuciado español, echado como un perro de su hogar por no poder pagar la hipoteca.
La ampliación de derechos que se vive es una etapa inédita en la historia de la Argentina y además de lo simbólico, sirve para mantener viva la economía en medio de un desplome global y la crisis que vive Brasil, principal socio comercial.
Es el Estado, a través de la inyección de recursos mediante diversos programas el que logró superar los embates de la crisis y mantuvo a flote a la economía, aún con altibajos y sectores más dañados que otros.
Esa es la propuesta, con matices, que tienen los candidatos del kirchnerismo. Ni Daniel Scioli, el más resistido en el universo k, muestra alguna señal de ir en contra de ese legado.
En la oposición, en cambio, abundan indicios de que nada será sostenido. Y quienes dicen que lo harán, no pueden explicar el como. Entre los dirigentes que aspiran a llegar al sillón presidencial, la única preocupación que emerge es cómo garantizar el desplazamiento del kirchnerismo. No importa cómo. Macri o Massa se desviven por conseguir aliados que garanticen la territorialidad que carecen y prometen continuar “lo bueno”, aunque en paralelo se comprometan a desfinanciar al Estado con la baja de retenciones o una devaluación que recupere ganancias para el complejo exportador.
El radicalismo, que comparte raíces populares con el peronismo, atraviesa una severa crisis de identidad.
En Gualeguaychú se definía el futuro electoral de corto plazo, pero posiblemente también se estaba firmando su certificado de defunción como partido de masas. La UCR, con Ernesto Sanz y Julio Cobos a la cabeza -Cobos, el expulsado de por vida- debate entre una alianza dura con Macri o un pacto más amplio que incluya al intendente porteño, a Massa y a lo que queda de las fuerzas progresistas que conformaron UNEN.

 

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En cualquier caso, el desvelo es a qué tren subirse, en lugar de intentar recuperar protagonismo con un proyecto propio. En cualquier caso, es enterrar el legado político de Raúl Alfonsín: “La UCR debe hacer en todo caso es prepararse para perder elecciones, pero nunca para hacerse conservadora”.
Aunque parezca una obviedad, la urgencia de Sanz por cerrar una alianza con Macri es un atropello a la historia reciente del radicalismo, cuando decía estar en contra del neoliberalismo que encarnaba Carlos Menem, al que el ex presidente de Boca considera el «gran transformador» y uno de sus mentores en la política. Domingo Cavallo, el superministro menemista y después de la Alianza, aseguró que Macri es el que tiene «el mejor equipo».
Cavallo fue el gran ejecutor de las políticas neoliberales, que redundaron en pobreza, destrucción de empleos y flexibilización laboral.
El diputado Luis Pastori advierte que una alianza con Massa, como impulsa Cobos, es imposible, porque su representante misionero es el ex gobernador Ramón Puerta.
Pero el presidente del PRO es el misionero Humberto Schiavoni, brazo ejecutor de las políticas neoliberales aplicadas en Misiones por Puerta, hoy aliado a Massa. Privatizaciones, endeudamiento, impuestos a los sueldos y achicamiento del Estado, todo ocurrió con Schiavoni como protagonista. Una u otra alternativa, es, en definitiva, una vuelta a las políticas de los 90.
Sin embargo, el presidente de la UCR misionera, Hernán Damiani, admitió esta semana que «más cerca no podemos estar» del PRO que conduce Macri, preside Schiavoni y tiene como candidato local al hermano Alfredo Schiavoni.
Mientras traiciona su propia historia, la UCR expulsa a dos diputados por no acatar la alianza con el PRO, que es impulsada por la cúpula y el candidato a gobernador, Gustavo González.
Hugo Escalada y María Losada fueron los únicos que se opusieron al pacto que comenzó a gestarse en la Legislatura el año pasado.
Ayer en la Convención de Entre Ríos, la línea Vanguardia, que armaron para sostener las banderas históricas, entró con remeras con una consigna muy clara: “No a Macri”.

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No fueron los únicos en resistir. Fuera del salón de debate, un numeroso grupo de militantes también gritaba la consigna en contra del intendente porteño.
El joven González y Luis Pastori tendrán voz en la Convención en Gualeguaychú y apoyarán la alianza que quiere Sanz con Macri. El fin último, que justifica los medios, es llegar a las elecciones con posibilidades.
Por eso es tanta la desesperación de González de conocer la fecha de las elecciones en Misiones.
Es que tendrá mucha tarea por delante para convencer a la militancia radical de la conveniencia de ir a la cola de Macri, después de la frustrada experiencia con Lavagna.
Es seguro que perderá a un aliado histórico, como el socialismo y es poco probable que el diputado Héctor Bárbaro, más identificado con algunas banderas kirchneristas, someta su partido a un pacto con el macrismo.
También parece difícil poder convencer a los sindicalistas enrolados en el autodenominado Movimiento Pedagógico de Liberación, a los que González respalda en las asambleas, que Macri es la mejor opción para la educación pública que dicen defender.
Pero con los piqueteros que viven de licencia, nunca se sabe. Quizás si le garantizan la extensión de sus beneficios, se animen a respaldarlo.
La definición de la fecha de las elecciones es, por mandato constitucional, una facultad exclusiva del Gobernador. No es un capricho ni antojadizo. Es el titular del Ejecutivo el que define los tiempos políticos, siempre dentro de los plazos legales.
Sean cuando fueren las elecciones, los plazos legales todavía dejan un amplio margen para la discrecionalidad. Pueden ser en agosto, en septiembre o en octubre, con las presidenciales, siempre y cuando se cumplan los plazos legales.
«Es llamativo que sabiendo que es un año electoral, la UCR intente instalar una falsa polémica sobre la fecha de las elecciones, cuando deberían mostrar seriedad, que están preparados para gobernar y que tienen los equipos técnicos necesarios. Pretenden sin escala pasar de un escándalo por una denuncia de misoginia contra un diputado a discutir la fecha de las elecciones, cuando la sociedad está demandando otra calidad de los partidos políticos. Espera otras actitudes», cuestionó el subsecretario de Legal y Técnica, Marcelo Syniuk, uno de los hombres más cercanos a Closs.
El funcionario recordó que nunca hubo sorpresas en los cronogramas electorales, sino que se anunciaron las fechas con la debida antelación.
El peronismo misionero no comparte la preocupación con la UCR, su histórico rival. Recién normalizado, con la asunción del kirchnerista Juan Manuel Irrazábal como presidente y la regularización de los distintos espacios, como la Juventud que recuperó conducción después de diez años, en manos del cristinista Daniel Distefano, su principal tarea es reconstruir lazos con la sociedad y sumar votos a la estrategia de sostener el modelo con la partida de Cristina.
Tendrá una ardua tarea por delante Irrazábal, porque el tejido social y de militancia que sostiene a la Presidenta no tiene casi representación política en Misiones. Quienes coinciden con el modelo, encontraron coincidencias en la Renovación ante un PJ sin rumbo.
Closs fue firme en la respuesta: «Los espacios de la oposición no se tienen que preocupar tanto por qué día será la elección. Si tienen vocación de gobierno tienen que estar preparado como si algún día le tocara gobernar a partir del 10 de diciembre. La preocupación no tiene que ser qué día va a ser las elecciones, sino qué día tenés que asumir y empezar a trabajar y discutir propuestas de gobierno».
“El tema es que en siete años no hubo oposición para debatir políticas de Estado”, disparó. Y esa, en esencia es la discusión que toda la sociedad quiere asistir.

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