Reflexión dominical de Monseñor Martorell obispo de Puerto Iguazú

La liturgia de hoy nos introduce en el centro de la vida cristiana y en el fundamento de toda la ley y los profetas: el misterio del “amor”, el gran mandamiento del amor a Dios y al prójimo. La primera lectura tomada del libro del Éxodo (Ex. 22, 20-27) nos da a conocer, en el pensamiento de Dios, como debe ser el actuar del hombre frente al prójimo especialmente los más desvalidos, extranjeros, viudas, huérfanos, los más pobres. Ellos a quienes nadie los defiende, son para el Señor, no solamente sus defendidos, sino también los amados por Él con un amor de predilección y por eso nos instruye diciéndonos que para amar a Dios, debemos cuidarlos y amarlos, no sólo como un consejo de no hacerles a ellos lo que no queremos que nos hagan a nosotros.

 

La fuente de este precepto del libro del Éxodo está tomado del libro del Levítico, “ama a tu prójimo como a ti mismo” (Lv.19, 18). El libro del Èxodo (22, 26) nos muestra la razón de estos preceptos, que trascienden lo humanitario, Dios cuida a los atribulados, escucha su clamor y es “compasivo con ellos”. Es pues el amor un tema muy importante como sustento de la Ley; pero adquiere una fuerza singular, y más se hace centro de la vida, a través de las enseñanzas y el testimonio mismo de Nuestro Señor en el Nuevo Testamento. Por eso no carece de importancia el diálogo entre Jesús y el doctor de la ley: son dos los preceptos y así los dice el Señor, toma uno del Levítico 19,18 “amarás al prójimo como a ti mismo” y otro del Deuteronomio 6,5 “amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza”. Lo novedoso está en que el Señor los funde en uno solo y afirma que “ellos sostienen toda la ley y los profetas” (Mt. 22,40).

Nosotros, los cristianos, sabemos que no podemos amar a Dios sin amar a nuestro prójimo y que en este precepto se encuentra la radicalidad de la vida cristiana y la grandeza de toda la existencia humana hasta el fin, pues como dice San Juan de la Cruz: “al final de la vida te examinarán en el amor”. Este amor que trasciende toda categoría humana, todo deseo humano, amor que viene de Dios, nos traspasa el corazón, nos saca de nosotros mismos, nos engrandece en el encuentro con el hermano y nos funde en el corazón de Dios, de quien procede, transformando e iluminando toda la vida humana.

Todos los cristianos nos convertimos en discípulos y misioneros de la vida de Jesucristo y por eso en nuestros corazones deben golpear las palabras de Jesús a sus discípulos: “ámense como yo los he amado, si se aman los unos a los otros, todos reconocerán que son mis discípulos” (Jn. 13, 34-35). Y sólo podemos entender el ser discípulos de Cristo en el amor, amor que no se significa con ninguno de los términos que humanamente empleamos en la vida cotidiana, pues el manifiesta la generosidad desinteresada y oblativa, no encierra otra razón en la vida del hombre que su propio ejercicio, que al ejercitarlo produce un gozo tan intenso, que supera todas las categorías humanas, que ni siquiera es posible su comprensión, vivir en el amor cristiano, es vivir en para Dios. ¿Podemos acaso comprender el amor de Dios tan grande para con la humanidad y tan intenso para con Jesús, que se manifiesta en la entrega de Jesús en la Cruz?” ¡Tanto amó Dios al mundo!

¿Cómo entender en nuestro mundo la entrega de Teresa de Calcuta, desprendida totalmente de sí, amando y sirviendo a los otros, sumidos entre el dolor y la miseria humana, sólo por amor a Jesucristo? Es el amor de Dios por la humanidad, manifestado en plenitud en la Cruz, el que llama a los hombres a embarcarse en la aventura del amor cristiano el que los lleva por un camino que sólo encuentra en Dios su final y su plenitud y nada en la tierra podrá al hombre que experimenta esta gracia, separarlo del amor de Cristo (Rom. 8, 31-39).

Nuestra misión como transformadores del mundo será amar sin restricciones, como Cristo nos amó, hasta el fin. Solamente así podremos implantar el evangelio en este mundo, construyendo por el amor una cultura de la vida que despierte en el corazón humano sentimientos de trascendencia en la solidaridad, en la justicia y en la paz.

Que María, la Virgen Madre, interceda para que nos conceda la gracia de poder amar.
(Mt. 22, 40)

Marcelo Raúl Martorell                                 Obispo Puerto Iguazú

LA REGION

NACIONALES

INTERNACIONALES

ULTIMAS NOTICIAS

Newsletter

Columnas