Carta dominical de Monseñor Marcelo Martorell Obispo de Puerto Iguazú

La primera lectura (Is. 5,1-7) describe la historia de Israel como la historia de una viña que Dios fue preparando a través del tiempo, la plantó, la cuidó y todo estaba preparado para una buena vendimia, pero la vid dio frutos agrios y no buenos frutos como esperaba obtener. Israel tiene que reflexionar sobre sí mismo y sobre la historia que Dios fue entretejiendo a lo largo de las generaciones. ¿Que pasó con Israel, la viña del Señor, que con amor fue sacado de la esclavitud y fue llevado a una tierra fértil, que había sido cuidado como a lo más hermoso y sin embargo dio frutos amargos? Y en la plenitud de los tiempos, ¿acaso Dios no lo amó de tal forma que le entregó la vida de su Hijo único en el sufrimiento de la cruz como prueba del amor infinito que tiene por su pueblo? Esta es la prueba total y final del amor de Dios por su pueblo y ¿cómo respondió este pueblo a su amor?

La parábola del Evangelio de hoy (Mt. 21,23-46) nos muestra cómo el Señor, incluso los alertó, les envió a sus criados, a los profetas; pero los viñadores -los jefes de Israel- los maltrataron, los aporrearon y finalmente los mataron. Y a su hijo, al final, también lo maltrataron y lo mataron. La herencia les será quitada y dada a otros pueblos. De ese nuevo pueblo provenimos y nos preguntamos: ¿obramos acaso nosotros de forma diferente? ¿Damos frutos de amor respondiendo al amor que el Padre nos tiene? ¿Somos más fieles que el pueblo antiguo? ¿Respondemos en la fe y en las obras al amor que Dios nos da cada día? ¿Somos un pueblo más fiel que el antiguo o queremos a toda costa dar frutos amargos en nuestra vida? ¿Nuestros pasos son frutos buenos de una vid cuidada con amor o son frutos malos que entregamos a las personas que nos rodean? ¿O es que siendo frutos malos les hacemos creer que son buenos, o quizás estamos ya tan corrompidos que no nos damos cuenta siquiera que son malos?

Todo el que está bautizado está llamado a ser viña del Señor y dar buen fruto, ante todo aceptando a Dios y a su voluntad, cumpliendo sus mandamientos, respondiendo en su vida al amor de Dios amándole y sirviéndole y también amando al prójimo y sirviendo al bien común, según sus mandatos. No nos olvidemos que la Palabra del Señor es eterna y cierta y que siempre se cumple, por lo tanto si damos frutos amargos, como respuesta al amor de Dios, seremos separados de ese amor (Ib.Is.43).

Hoy podemos ver cómo los hombres que rigen las naciones se apartan del amor a Dios engañando al pueblo con palabras y leyes falaces, creyendo que son modernos y auténticos pero que sólo darán frutos amargos para las futuras generaciones. Quienes hoy actúan así creen falsamente que les amarán más, que serán más respetados y que por esto los volverán a votar y no saben que sembrando la cultura de la muerte, aceptando lo que no es natural a la vida del hombre, quitando los derechos de la familia a la educación no hacen más que sembrar injusticia y corrupción y que con sus obras harán que la vid dé frutos amargos, que los sarmientos de la viña se conviertan en paja seca y sólo sirvan para cenizas.

San Pablo en la segunda lectura nos invita -frente a este estado de cosas- a recurrir frecuentemente a la oración, contemplando y meditando la Palabra de Dios y poniendo nuestro corazón en las obras del bien y del amor, como un compromiso de vida: “hermanos todo lo que es verdadero y noble, todo lo que es justo y puro, todo lo que es amable y digno de honra, todo lo que haya de virtuoso y sea merecedor de alabanza, debe ser el objeto de vuestro pensamiento” (Fil. 4,8).

Pidamos hermanos a María Santísima, madre de la pureza y la verdad, que nos ayude en la vida a dar frutos de amor, verdad y vida.

+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo Puerto Iguazú

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