Reflexión dominical de Monseñor Martorell obispo de Puerto Iguazú

Este domingo la liturgia de la Iglesia nos invita a contemplar el misterio de la Cruz y lo que ella significa para nosotros, hombres y mujeres nacidos de una Cruz, la Cruz de Jesucristo Nuestro Señor, construida por los hombres pero sufrida por Dios.

Los hombres, incluso los anteriores al cristianismo, veían con horror la cruz porque inmediatamente se representaban a esos hombres sangrantes, colgados de la misma y medio comidos por las aves de rapiña. Ese es el motivo por el cual los cuatro evangelios comentan la crucifixión de Jesús como de pasada, sin detenerse minuciosamente en ella, sentían terror por la cruz y nunca se hubieran imaginado a nuestro Redentor colgar de la cruz de los infames. Incluso sabemos por Tomás que fue clavado en la cruz, porque en sus reclamos dice: “si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto la mano en su costado…” (Jn. 20, 25).

Esta festividad se remonta a una de las más antiguas y comienza con la veneración de los trozos de madera de leño que la madre del emperador Constantino creía entender que fueron los trozos de la Cruz del Señor y que posteriormente la peregrina Egeria (P. Lagramge) en el siglo IV comienza la construcción de una ermita en el Gólgota, ofrecida el 13 de Septiembre a la dedicación de la Iglesia del martirio o Iglesia de la Santa Cruz del Señor, que finalmente el Emperador habría hecho construir a instancias de su Santa Madre Elena en el año 335.

A lo mejor si no hubiera sido así, los cristianos mismos habrían olvidado el lugar de la crucifixión, borrando de su memoria semejante horror. No obstante más tarde los teólogos cristianos comenzaron a elaborar una “teología de la cruz”. Aunque Egeria, pasa muy por encima el tema de las reliquias de la Cruz descubiertas por Santa Elena, dedicándose por completo a acentuar la devoción en la dedicación de la Iglesia. La Iglesia pone en duda los sentimientos de Santa Elena frente a la vera cruz, pues ella pasó por el Gólgota en el 320 y Jesús habría muerto trescientos años antes, ¿cómo pensar que esas eran las astillas de la vera cruz?

Los teólogos actuales centran la devoción de la exaltación de la cruz en una teología que muestra el misterio de la Cruz como el lugar de la revelación del “amor de Dios” a los hombres que a través de la muerte de su Hijo en la Cruz, nos dio la salvación a todos los hombres. En la teología de la Cruz, ella destruye el dolor del pecado de los hombres, de la injusticia que se hace carne en la humanidad y que no deja de separarnos y de traernos tantas veces la muerte. Ella se basa en las mismas palabras de Jesús “quien no toma su cruz y me sigue…”. Es el peso de cruz, el dolor y la vergüenza de la misma la que separa y al mismo tiempo une a los hombres, convirtiéndose el Señor mismo en el cireneo que nos ayuda a lleva la cruz, alentándonos a morir al pecado y ganar la gloria que El mismo nos dejó.

El sufrimiento en la Cruz por parte del Señor es el testimonio mismo del amor de Dios a los hombres: “tanto amó Dios al hombre! Los amó en su ser mismo, aun en el pecado y en la miseria, entregándonos lo más querido por El: “su Hijo”, quien nos redimió en la Cruz.

San Pablo nos dice: “todos piden un signo y no hay otro que el de Cristo Crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los griegos. Por ello nosotros predicamos a Cristo y Cristo Crucificado, y Dios nos libre de gloriarnos si no es en la Cruz del Señor.

En el mundo contemporáneo, como en el antiguo, el hombre gusta más de gozar de la gloria del Resucitado y su consuelo y pocos quieren la tribulación de la cruz, las lágrimas, el dolor, la enfermedad, las guerras, la muerte misma, la soledad, la pobreza, la exclusión. Amamos a Jesús cuando no hay adversidades. Y decimos ¡viva Cristo! Pero no crucificado. Y vivimos la gran paradoja: queremos contemplar la gloria y con nuestras vidas vamos sembrando tantas cruces a lo largo de ella. ¿No nos damos cuenta que nuestros pecados, aun los más ocultos, siembran la cruz de Cristo en el mundo? Cuelgan a Cristo nuevamente de la Cruz. El pecado social, no es más que la consecuencia de nuestros pecados personales ¿Y cómo dejar de pecar? La gracia la tenemos, fuerza y amor de Cristo frente a la debilidad y ayuda infinita para salir del pecado y abrazarnos a Cristo Resucitado.

Asumamos la Cruz de Cristo, y en ella venceremos el pecado y los males del mundo y seremos capaces de construir un mundo mejor. No permitamos que en nombre de cualquier democracia se retire la cruz material que nos recuerda el dolor que redime y que sin ella nada podremos.

Que la Virgen Madre al pie de la Cruz nos ayude a amarla y llevarla en el corazón. Amén.

 

Marcelo Raúl Martorell                                                                                  Obispo de Puerto Iguazú

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