Homilía del Obispo de Puerto Iguazú en este domingo

El apóstol Pablo nos dice que toda la Ley y los Profetas, han sido resumidos en un solo precepto: “el que ama tiene cumplido todo el resto de la Ley”. Esta es la gran deuda que cada uno tiene que apresurarse en saldar. Es una deuda, porque el amor mutuo es la gran exigencia de la naturaleza humana y porque Dios mismo ha querido tutelar esa exigencia con un mandamiento que resume todos los demás y que se convierte en la síntesis de toda la Ley. Todos los preceptos –tanto los positivos como los negativos- que regulan las relaciones entre los hombres, culminan en el amor. Amor que está ordenado no sólo al bien entre las relaciones humanas; sino también al bien eterno. El Apóstol San Juan nos dice que al final de la vida, cuando todo se haya cumplido y nos presentemos ante el Señor, solamente se nos preguntará por el “amor”.

 

Debemos comprender que somos responsables no solamente del amor que nosotros podamos profesar a Dios y a los otros, sino también del amor que los otros son capaces de vivir y profesar a Dios y los demás. Somos discípulos y misioneros del amor de Dios y por esto estamos llamados a dar testimonio de ese amor a los demás. Cada uno de nosotros quiere para sí la salvación y también está obligado a quererla para los otros. Es más: esto es condición incluso para nuestra propia salvación. En la primera lectura de hoy, el profeta Ezequiel se detiene sobre este punto (Ez.33, 7-9): “si tú no hablas poniendo en guardia al malvado, para que cambie su conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre”. Todos los seres de esta tierra estamos llamados, como el Profeta, a ser guardianes del “amor de Dios” en los demás. No estamos solamente obligados a predicarlo, sino a esmerarnos por hacer vivir a los demás ese mandato del amor a Dios.

 

Dejar perecer a un hijo o a un hermano sin tenderles la mano para que salgan del pecado, es una traición al bien que estamos obligados y un egoísmo del que Dios nos pedirá cuentas. El temor a ser rechazado o a perder popularidad o a ser tachados de intransigentes no nos justificará ante Dios. Jesús nos manda a ir al encuentro del pecador, tal como él lo hizo: como médico que sana y nos exhorta a ir al hermano y corregirle para que salga de su obstinado alejamiento de Dios y de la verdad y amonestarlo con caridad y verdad. Y si a pesar de las tentativas, exhortaciones y súplicas, no conseguimos este propósito, no debemos de dejar de orar y hacer penitencias por él, para obtenerle la gracia de la conversión. Claro, hay que sentirse en lo profundo del corazón, responsables no solamente de la propia salvación, sino también de la salvación y del bien de los demás.

 

El Evangelio del día es contundente (Mt.18, 15-20): “si tu hermano peca, repréndelo a solas; si te hace caso, has salvado a tu hermano”. Frente a esta situación nosotros pensamos que es mejor quedarse quieto, no meterse. Muchas veces dejamos caído al hermano y murmuramos de él, tantas veces haciendo público lo que estaba oculto. Igualmente frente a un pecado social, muchas veces tampoco queremos meternos: hablamos pero no hacemos nada para curar el mal ¿Quién curará al hermano caído? ¿Quién evitará un mal social y salvará a quienes son perjudicados por esto? Nadie se atreve a amonestar. Nadie se atreve a decir la verdad. Nadie quiere perder popularidad, nadie quiere “meterse”, ¡que nos salve Dios! Pero Dios nos ha dado la gracia del Evangelio para que nosotros lo hagamos vida con su gracia y podamos así decir la verdad con caridad y vivir la caridad sin dejar de lado la verdad. Los preceptos del Señor están para ser cumplidos y sobre todo el precepto del amor a Dios y a los hermanos.

 

Cuando se asoma sobre nosotros la sombra del pecado del hermano o del pecado social, leyes y discursos que hieren a la sociedad y que la llevarán al pecado…¡Todos callamos! Y Dios nos pedirá estrecha cuenta del pecado personal o de los pecados y males sociales. El trozo evangélico de este día termina con una exhortación a la oración en común. Debemos rezar por un hermano, rezar por los hermanos, rezar por la Iglesia, rezar por la Patria. Basta que dos o más se reúnan en nombre de Jesús para orar. Jesús estará allí y nos dará la fuerza y la gracia de la conversión personal de los hermanos por quienes rezamos.

 

Que la Virgen, discípula y maestra de la oración, nos guíe y acompañe.

(Rom. 13,10)

Marcelo Raúl Martorell                               Obispo Puerto Iguazú

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