Relato en primera persona de Hugo Fryszberg, sobreviviente del atentado a la AMIA

Por primera vez y sin censura alguna, un sobreviviente del atentado a la mutual judía contó su vivencia desde adentro. La Asociación 18J – Familiares y Amigos de las Victimas del Atentado a la AMIA lanzó una revista gratuita que será entregada en el acto de Plaza de Mayo. En ella, hay testimonios de padres e hijos de los muertos de la AMIA y, además, un relato en primera persona de un sobreviviente.


Por primera vez y sin censura alguna, un sobreviviente del atroz atentado a la mutual judía contó su vivencia desde adentro. Acá lo más destacado de uno de los testimonios.

Relato en primera persona de Hugo Fryszberg, sobreviviente del atroz atentado a la AMIA

«Soy Hugo Leonardo Fryszberg. Argentino de 54 años, casado con dos hijos y sobreviviente del atentado a la AMIA. El 18 de julio de 1994 fue un día que no debí haber vivido. Está fuera de toda lógica, una película de ciencia ficción, que ni el más fantasioso de los guionistas pudo jamás escribir. Pero el límite de lo imaginable de esta historia se hizo realidad, triste, trágica y cruel. Bueno, dicen que la realidad supera la fantasía y es así».
»Este año es el vigésimo aniversario del atentado. Veinte años en la vida de una persona es una barbaridad, gran porcentaje de la misma. Entré a trabajar en AMIA a los 19 años. Tenía 34 cuando fue el atentado, edad de toda la potencialidad, cuando uno tiene un buen trabajo, sueña y proyecta la vida. De repente, a los 36 años, se termina todo cuando me despidieron, mi segunda explosión».

La visión desde adentro

«Cuando uno vive situaciones límites no es consciente de lo trágico del acontecimiento y mucho menos de las secuelas que quedan en cada persona. Cuando ocurrieron las explosiones, me encontraba en mi oficina del segundo piso. Con la primera explosión, Aarón Edry (Intendente de AMIA) gritó: ‘todos al piso’. Instintivamente abracé mi cabeza y me tiré bajo mi escritorio. Sentí que caía en un largo precipicio. Ahí escuché el segundo estruendo. Luego, saqué la cabeza, vi humo negro y gris, se respiraba un olor muy ácido, ese olor que hoy lo asocio con la muerte. Imposible de confundir. Al principio hay inercia, un vacío tremendo, miedo, incertidumbre».

»Después de un rato nos empezamos a reencontrar. Ya se escuchaban los gritos desesperados de Ana María Czyzewski (Auditora de AMIA) buscando a Paola, su hija, desde el primer piso. Con algunos compañeros, ayudamos a salir del edificio a los sobrevivientes por medio de una escalera de madera que encontramos en el patio que lo unía al edificio de Uriburu 650. Me quedé un rato en la cornisa con Adrián Furman y Gabriel Fryszberg (sobrevivientes) sin poder creer lo que veía y ya no estaba toda la parte delantera del edificio de la AMIA. Era una visión fantasmal. El edificio de enfrente estaba desnudo. Había mucha gente gritando entre los escombros sin saber qué hacer. Todo era caos y desorganización. Hice una composición de lugar y pensé cuales eran las oficinas que ya no estaban. Más tarde, salí por los techos de Uriburu 650 y pasé por Pasteur y Tucumán. Vi a un señor fallecido tirado en la calle y me fui a Ayacucho 632 para ver que se podía hacer. Lamentablemente, encontré más caos».

»Luego de la confusión reinante, ya cerca del mediodía, me encomendaron volver al edificio de Pasteur para rescatar el libro de sueldos y las tarjetas de reloj para hacer un informe de la gente que había concurrido a trabajar ese día y dar información en base a mi memoria (una documentación que al fin y al cabo no aportaba nada). Bajando por la medianera entré shockeado. Mi primera sensación fue un vacío total, un silencio sepulcral. Al frente un gran boquete por el que filtraba frío. Ahí observé lo cerca que estaba mi oficina del desmoronamiento. Con la orden por cumplir, ingresé a mi box. Lo primero que vi en mi escritorio fue el portarretrato con la foto de mis hijos. Lo tomé, le di un beso y la guardé -es lo último material que me queda de AMIA-, y volví a Ayacucho».

»A eso de las 15 o 16 horas, no recuerdo con exactitud, me mandaron a la morgue del »Hospital de Clínicas» con unas 6 o 7 personas, entre ellas Chacho Álvarez (Política) y Pablo Bercovich (Abogado de AMIA), a reconocer los cuerpos que estaban allí, pero a la morgue sólo llegamos con Pablo, el resto al pasar por el aula magna quedó atrapado por las luces de la televisión. De los varios cuerpos que vimos, solo reconocimos al de Jaime Plaksin (empleado de AMIA). Luego tuve que volver, por tercera vez, a Ayacucho».

»Más tarde, cerca de las 19 horas aproximadamente, escuché a alguien que me decía: ‘Hugo hay que ir a la morgue de Viamonte, como vos conoces a los empleados’. En ese momento tuve el primer acto de racionalidad. Me di cuenta que habían pasado muchas horas de la explosión y no me había comunicado con mi casa, si bien sabía que mi hermano Gabi había avisado que estaba vivo. Desde ese momento en adelante tengo solo flashes. Recuerdo que me escapé, salí por Ayacucho, doblé en Corrientes, bajé al subte y llegué a Villa Crespo para reencontrarme con los míos: mi esposa y mis hijos de 6 y 3 años. Ahí entre abrazos y besos no dejaban de aflorar sensaciones encontradas».

»Ese mismo 18 de julio, a las 23 horas, me llamó Pomerantz (Contador AMIA) para decirme que me debía presentar el día 19 a las 6 de la mañana en la cochería de la calle Loyola, para atender los casos de sepelios que venían de afuera y para coordinar los velatorios y entierros de los muertos del atentado, ya que era el único sobreviviente que tenía algún conocimiento del Sector Sepelios. La AMIA no podía parar. Lo hice conjuntamente a dos administradores de cementerios, controlados por 3 miembros de la Comisión Directiva».

»A partir del 19, sigue desatándose esta vorágine interna. Cumplía mi horario. Atendía deudos extraños y me iba a Ayacucho a acompañar a mis amigos en la vigilia. Todo se fue aclarando y oscureciendo a la vez a medida que aparecían los cuerpos días tras día. Estaba viviendo una película o un cuento increíble: estaba «vivo», esperando que aparezcan mis amigos personales para poder hacer los trámites mortuorios y conteniendo a las familias. Con esto quiero decir que me morí, me velé, me enterré y resucité tantas veces como amigos muertos hubo».

«Mi segunda explosión», el día que me echaron de AMIA sin aviso

«Con el paso del tiempo, cuando rearmamos el equipo de trabajo de Sepelios en las oficinas de la calle Ayacucho, quedé como jefe del Sector. Con oficinas remodeladas, mi despacho tenía muchas plantas. Sinónimo de vida, según mi punto de vista. Para ese entonces contaba con el apoyo y la contención de un montón de gente, entre ellas el señor Luis Grynwald, en ese momento Tesorero y quien más tarde fuera el Presidente. El 31 de mayo de 1996, sin mediar un aviso ni una charla, me despidieron. Reorganización y fuerza mayor esgrimieron. Me enteré cuando tocó el timbre el cartero trayéndome el telegrama de despido. Con esto, no solo no fui valorado a nivel laboral sino a nivel humano después de lo todo vivido. Creo que debían habérmelo advertido al menos. Me dolió muchísimo, quedé descolocado. Sentí que al despedirme, lo hicieron junto a los que murieron en el atentado, ya que en un cierto modo siempre sentí que los representaba. Hasta allí habían pasado 683 días de una secuencia demencial. Mezcla rara entre vocación de servicio, recuerdos, homenajes y obligaciones éticas. Luego es como si hubiese tenido un choque frontal. De velocidad máxima a cero en un instante».

»Me fui con la conciencia tranquila, siempre tuve puesta la ´camiseta de AMIA´ hasta el último día, sentí que todo el apoyo previo fue ficticio. Fue la peor manera de cerrar mi vínculo con la asociación, en lo que fue la etapa más importante de mi vida, hasta ese momento».

»Recién cuando estuve afuera de AMIA comencé a elaborar el duelo de las muertes sucedidas, de los vacíos, las ausencias. Tuve una vasta serie de cambios en mi persona, sea a nivel físico como psicológico. Pasé de ser una persona normal a otra completamente distinta. Un discapacitado a nivel corporal, social y laboral. Un ser con muchos miedos que vivía nervioso y triste. Apático y con un gran desinterés por las cosas que me agradaban y en las actividades sociales que de a poco deje de realizar. Es terrible el hecho de no haber podido hacerme de nuevos amigos por temor a perderlos otra vez».

»Claramente la vida no es la misma. Surgen dudas, cuestionamientos. No hay respuestas. Uno se sigue preguntando por qué a ellos sí y a mí no. No fui víctima en el 94′ porque me sentí un engranaje de la reconstrucción. Sí me sentí víctima en el 96′, después de que me echaran».

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