Cada vez hay más hombres golpeadores que piden ayuda

Todos vivieron traumas en la infancia y reproducen ese modelo con sus mujeres e hijos. Dicen que además de asistir a la víctima se debe tratar a los agresores.

Las sillas de plástico forman un círculo. Sentados, están ellos. Hay alguien que dice que levantó a su mujer del cuello y la mantuvo así, acorralada, apretando y soltando, mientras su hijo se le colgaba del brazo y le rogaba “dejala a mi mamá, dejala”. Y que después dice –sólo cuando le piden que intente recordar– que su mamá lo trataba a los golpes y lo basureaba “porque me quería mucho”. Hay alguien que también recuerda cómo su padre “ponía orden” haciéndolo sangrar con la hebilla del cinturón, y hay otro hombre –profesional, de traje, hijo de un militar–que es nuevo en el grupo y que todavía no lo ve: dice que no le faltó nada, ni la mejor educación, ni el mejor viaje. Pero cuando le preguntan si recuerda un abrazo o una charla, se queda mudo, como si la grieta se le hubiera abierto ahí mismo, delante de los ojos. Muchos ni se conocen pero lo que los une es una misma necesidad: recuperarse para no terminar cometiendo un femicidio.

 

Hay quienes creen que los hombres violentos son enfermos, asesinos o hijos de puta incurables, y que los recursos económicos deben estar destinados a sus víctimas y no a ellos. Es por eso que aunque hay cada vez más espacios de asistencia a víctimas, hay pocos que reciben a los hombres que quieren recuperarse.

 

“Ocuparnos sólo de las víctimas es atender sólo una parte del problema. Si no nos ocupamos de los hombres violentos, después vuelven a formar pareja y repiten el círculo con otra mujer. Atender a los hombres violentos también es defender los derechos de las mujeres”, dice Cristina Lospenatto, psicóloga del programa “Hombres Violentos” del gobierno porteño. Además, hay una realidad: “La Justicia no aplica las leyes de protección de las víctimas y son muy pocas las causas judiciales que logran una condena, con lo cual estos hombres continúan en la sociedad con una verdadera posibilidad de reincidencia”, agrega la abogada Viviana Devoto, directora del Centro Municipal de la Mujer de Vicente López, donde funciona otro grupo.

 

“Hay quienes creen que al que ejerce violencia hay que culparlo, humillarlo, castigarlo, pero eso ya lo hicieron en su familia de origen. Seguir por ese camino sería echar nafta al fuego –explica la psicóloga Graciela Ferreira, a cargo del grupo de la Asociación Argentina de Prevención de la Violencia Familiar–. Estos hombres siempre vienen de familias en las que hubo alguna forma de maltrato, aunque haya pasado desapercibido: desde golpes hasta falta de cuidado. Es decir, había alimento pero no alimento emocional. Por lo que una de las claves no es castigar sino enseñarles a cuidarse a sí mismos y a cuidar a los demás”.

 

Creer que son enfermos y que “nacieron así” es patear la pelota afuera: “No es una enfermedad, es un modo aprendido. Eso quiere decir que lo que se aprendió se puede desaprender”, dice Daniela Reich, directora del Programa de violencia de género de la Ciudad. “Es decir que si yo como niño recibo violencia –te pego para que aprendas, te pego para que entiendas, te pego para poner orden–es probable que como adulto ejerza el mismo modelo que aprendí”. Ferreira contextualiza: “La socialización patriarcal (obtener bajo amenaza, imponerse a través del golpe), combinada con las experiencias traumáticas y con la falta de un modelo familiar de relaciones de respeto y de cuidado, van gestando una bomba de tiempo emocional que puede gatillarse ante la menor frustración”.

 

Lo interesante es que hace algunos años los hombres que llegaban a los grupos eran los obligados por la Justicia tras una agresión. Pero eso cambió desde que los medios decidieron visibilizar las historias trágicas y cotidianas de violencia de género: se vieron en un espejo y empezaron a llegar solos, entendiendo el daño que estaban causando. Las estadísticas dicen el resto: en los últimos 5 años, en el grupo gratuito del gobierno porteño, la cantidad de hombres que ingresaron creció un 60%.

 

Hay jóvenes recién salidos de la adolescencia que no quieren repetir la historia de sus padres y hombres muy mayores. Hay profesionales prestigiosos y desempleados. Y aunque cada grupo tiene su propia fórmula, comparten un objetivo. A veces buscan que se vean de la forma más cruda: hay quienes pidieron a un hombre que hacía arrodillar a su mujer para pegarle que se arrodille delante de todos, y que sienta el olor de la humillación. Hay quienes –como el Centro de la Mujer de Vicente López– trabajan con mindfullness (terapia basada en la meditación) que busca “el darse cuenta” (por ejemplo, que no es cierto que uno pega porque el otro provoca). “Eso es el punto de partida para desaprender los comportamientos violentos y aprender un nuevo modo de resolver conflictos”, dice su terapeuta, Sandra Sberna. “También trabajamos sobre el abandono –suma Ferreira–. Para alguien con déficit afectivo la posibilidad de quedarse solo, enloquece. Y es un punto nodal para la comisión de un crimen”.

 

Los cambios, al principio, son sutiles pero implican que un esquema de creencias comienza a caer. Se ve cuando dejan de creer que hay que pegar fuerte para hacerse valer y aprenden a sentirse fuertes conversando. Cuando pueden dar un abrazo, educar a sus hijos sin amenazas, retirarse de la situación que solía terminar en una agresión y pensar qué le dirían a esa mujer, con el corazón, si el insulto, el grito o la piña no lo tapara todo.

 

Fuente: Clarin

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