Reflexión dominical de monseñor Marcelo Martorell obispo de Puerto Iguazú

La liturgia de este domingo nos introduce nuevamente a contemplar el misterio pascual en toda su extensión: desde la pasión de Cristo hasta su Glorificación que es la meta final del cristiano, es decir participar de la Gloria de Dios. Este pasaje de la escritura nos hace mirar la Pasión del Señor ligada a su Resurrección.

Jesús, después de anunciar la traición de Judas, habla de su glorificación como una realidad ya presente y vinculada a su pasión: “ahora el Hijo del Hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado con él” (Ib. 31). Aceptando ser entregado a la muerte por la salvación de los hombres Jesús habla de su glorificación. La pasión, el sufrimiento en la cruz y la muerte, constituyen el comienzo del camino a la glorificación y el motivo de ella, y por eso la considera ya comenzada.

 

Jesús con su muerte y ascensión al cielo se separará de sus discípulos, pero antes les dejará un mandamiento nuevo: “ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Ib.35). Ese es el mandamiento que les dejará en herencia para que lo vivan entre ellos y con todas las criaturas con las cuales se relacionen. El amor de Jesucristo asegura la misión de la primera comunidad: ser testigos de la fe en el amor, entre los hombres.

El amor cristiano será la señal de la presencia de Jesucristo y al mismo tiempo será el distintivo de los cristianos a lo largo de todos los tiempos. De esta forma la Iglesia comienza sustentada por la fuerza del amor de Cristo, una fuerza maravillosa, en la cual se asienta todavía hoy el misterio del amor de Cristo que no deja nunca de manifestarse entre los hombres creyentes y de buena voluntad. Siendo un amor diferente al amor puramente humano -que es frágil y defectible- es el amor divino que proviene de Cristo y se manifiesta en las relaciones humanas de una forma diferente, es el amor que ama siempre, que pone la otra mejilla, que supera toda forma de devolución y medida.

Este amor es el secreto en la misión de los Apóstoles, que la hace incansable. De esto nos habla la primera lectura (Hech.14, 20-27). Ellos pueden hacer todo lo que hacen porque es el amor de Cristo que los sostiene y que obra en ellos. Este amor sin embargo no los libra de las tribulaciones, como tampoco librará a las nuevas comunidades por ellos fundadas. Es el amor de Cristo que tampoco libra de las tribulaciones a la Iglesia de hoy. Los que verán la Gloria del Cordero son los cristianos que vienen de la tribulación, de los trabajos del mundo, de sus tentaciones, de sus caídas, pero que animados por la fe, participarán de la gloria del Cordero.

San Juan en el libro del Apocalipsis nos hace ver que la Iglesia, en su camino animada por el amor de Dios, se encamina hacia la Iglesia triunfante que se presenta “ataviada como una esposa que se engalana para su esposo” (Apoc. 21,2), Cristo. Allí el Hijo de Dios pondrá su morada permanente, ya no rechazado como sucedió en el tiempo, sino acogido por todos los elegidos como el Señor y el Consolador. El enjugará la lágrima de los ojos de los creyentes y la muerte no existirá más.

Tengamos presente que con su muerte y resurrección, Jesús ha santificado el dolor y la muerte, pero no los ha eliminado. No obstante en la gloria ya no habrá lágrimas, ni gritos, ni trabajos. Los hombres será saciados plenamente, todo será alimentado por el amor de Cristo resucitado. Pero todo esto vendrá a través del amor: amor a Dios y a los hombres. Será necesario para todos los cristianos practicar este tipo de amor y expandirlo por todos lados. Será necesario llevarlo primeramente a nuestro hogar, vivirlo especialmente entre padres e hijos, llevarlo al trabajo, a la diversión o al dolor, al mundo de la política y de todo el quehacer del hombre. Será necesario inculturar el amor por medio del testimonio del amor para romper todo egoísmo e injusticia, toda ignorancia y perversión. Solamente el amor de Dios podrá salvarnos y darnos una nueva forma de vida.

Que la Virgen María, madre del amor eterno, nos acompañe en esta búsqueda y vivencia del amor de Dios.

 

 

Marcelo Raúl Martorell                                                   (Jn.13,34) Obispo de Puerto Iguazú

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