Reflexión dominical de Monseñor Macerlo Martorell obispo de Iguazú

El evangelio de hoy (Jn. 20, 19-31) nos centra en la reflexión de la fe, la misión y en la misericordia de Dios. Los apóstoles estaban reunidos en oración y en el día de la resurrección recibieron del mismo Señor la misión que Él mismo había recibido del Padre: “como el Padre me envío, así los envío yo” (Ib.21). Y después de estas palabras, sopló sobre ellos y les dio el Espíritu Santo diciéndoles: “a quienes perdonen los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuvieren les serán retenidos” (Ib. 23). 

 

Jesús derrama el Espíritu Santo sobre ellos. El don y la persona del Espíritu Santo aparece como protagonista en los primeros momentos de los apóstoles, que son enviados a predicar el Evangelio, a perdonar los pecados y a bautizar a los que creyeran. Ya les había sido entregado el misterio de la Eucaristía el jueves de la Santa Cena, que junto al perdón de los pecados, son sacramentos especialmente pascuales.

La fe es el tema de vital importancia en la vida de la Iglesia desde los comienzos. En la Iglesia todo depende la fe. Aquel día el apóstol Tomás estaba ausente y cuando éste regresa los demás le cuentan lo sucedido, pero Tomás no cree y dice: “si no veo y meto mis dedos en el lugar de sus clavos y mi mano en su costado, no creeré” (Ib. 25). Pasada una semana, Jesús vuelve a aparecerse a los apóstoles y mirando a Tomás le dice: “trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe” (Ib. 27). Es tanta la ternura y la misericordia del Salvador que lejos de recriminar a Tomás por su incredulidad, le mira con amor y se somete a las pruebas que el apóstol exige. Y allí Tomás se quiebra en un gran acto de fe diciendo: “¡Señor mío y Dios mío!”, frase que la piedad popular hace suya frente a la Eucaristía que es elevada por el sacerdote en cada misa. 

El anuncio de la vida de Cristo y su aceptación en el corazón del hombre que no ve y que duda, no es una tarea fácil. Llevar el mensaje de Cristo resucitado es una ardua tarea que requiere de gran paciencia, misericordia y amor al Evangelio que se predica y a las personas, que a veces viven en el error o en la ignorancia de la fe.

“Porque me has visto has creído. ¡Felices los que sin haber visto creerán!” (Ib. 29), dice Jesús a Tomás. Es la bienaventuranza de los creyentes de todos los tiempos, el elogio a los pobres y sencillos de corazón que salen de su encierro y buscan el consuelo y la fortaleza de Dios. La fe en Cristo resucitado sostenía a los creyentes de la Iglesia primitiva que los llevaba a celebrar los sacramentos en la clandestinidad, alimentarse de ellos y proclamar que Jesús, muerto y resucitado, es el Señor por quien fueron hechas todas las cosas y que con su resurrección las hacía nuevas, las renovaba. El otro signo distintivo de la primera comunidad era el amor que se profesaban los primeros cristianos, contagiados por el amor de Cristo e infundido en sus corazones por el Espíritu Santo.

La fe en Cristo y la fuerza del testimonio de los apóstoles en el amor y la misericordia, era lo que mantenía unidos a los primeros cristianos: “la muchedumbre de los que habían creído tenía un solo corazón y una sola alma” (Hech. 4,32). Una fe tan fuerte que los llevaba a dejar todo incluso sus propios bienes, compartirlos y seguir a Jesús. Todos se sentían hermanos en Cristo Jesús. Así tendrá que ser la fe del hombre de hoy. La Iglesia vive de la fe en Cristo resucitado y se sostiene por la fuerza del amor del Espíritu Santo.

Ojalá esta Pascua de Resurrección nos una en la fe de tal manera que esa vida nueva que hemos recibido se multiplique y trasforme en nuestras vidas y nos lleven a las obras de la misericordia. Los apóstoles y la primera comunidad experimentaron la misericordia y la cercanía de Dios y esta fue la causa de su profunda alegría. 

Con la venida de Jesús se inaugura un tiempo de gracia y de misericordia, y se nos ofrece una buena noticia que es luz para nuestros ojos y liberación de nuestras esclavitudes personales, las materiales e incluso las espirituales. Jesús es la manifestación de la misericordia del corazón de Dios y se hace presente con la unción del Espíritu Santo para hacernos capaces de realizar los signos de Dios, la obras de santidad y de misericordia. 

Que María, Madre de la Misericordia, nos haga vivenciar el Espíritu Santo y nos ayude a ser testigos de misericordia.
(Jn. 20,21)

 

Marcelo Raúl Martorell                                                                                  Obispo de Puerto Iguazú

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