Reflexión dominical de Monseñor Marcelo Martorell obispo de Puerto Iguazú

La liturgia de este domingo nos conduce a contemplar la maravilla de la Transfiguración del Señor delante de sus Apóstoles Santiago, Pedro y el joven Juan. La Transfiguración es el preludio de la Resurrección del Señor y garantía de la nuestra. El escándalo de la Cruz debía ser trastocado por la alegría de la resurrección para fortalecer el seguimiento de los apóstoles que confiaban en el Señor y no entendían los anuncios de su Pasión y Muerte.

La primera lectura nos narra la alianza de Dios con Abraham: “mira el cielo y cuenta sus estrellas, así será tu descendencia en la tierra” (Gén. 15,5). Abraham humildemente le pide a Dios una garantía de esa promesa y Dios benévolamente hace con él un contrato como era la costumbre de los pueblos de aquellos tiempos. El Señor baja y sella con el fuego su alianza: “a tu descendencia he dado esta tierra…”(18). Es el preludio y figura de la alianza definitiva que hará a través de Jesús, en virtud de la cual el pueblo de Dios no tendrá solamente derecho a una tierra, sino a una patria definitiva en el cielo. Es la alianza definitiva de Dios con el hombre, de eternidad y felicidad en la patria celestial.

 

 

Una vez más, sobre el Tabor se muestra Dios ante los hombres a quienes presenta a su Hijo muy amado. “Este es mi Elegido, mi Hijo, escúchenle” (Lc. 9,35). El Pueblo que sigue a Jesús, que le escucha, (Pedro, Santiago y Juan) representantes de los doce, es decir, no sólo de los apóstoles, sino de las doce tribus de Israel, es el verdadero Pueblo de Dios, la verdadera descendencia de Abraham, que debe escuchar al Señor. Todos los signos de Dios están aquí presentes: la nube, la montaña, el resplandor…Es el cara a cara del Creador y de su criatura, el encuentro del cielo y de la tierra, de Dios con el hombre. Y el acontecimiento mucho más profundo: el del Padre con su Hijo Jesucristo.


 

Jesús permite que -por un momento- su divinidad y gloria resplandezcan a través de las apariencias humanas y así se presenta a sus discípulos y a nosotros como realmente es: “resplandor de la gloria del Padre, imagen de su sustancia” (Heb. 1,3). El deseo de los justos del Antiguo Testamento y del Nuevo fue siempre el de contemplar la gloria de Dios, contemplar el rostro de Dios, como lo anuncia el salmo responsorial: “Señor, yo busco tu rostro, no me ocultes tu rostro”. Esta visión del rostro de Dios está ordenada a robustecer la fe y a ayudar a llevar la cruz del Señor.

 

 

Junto a Jesús transfigurado aparecen dos hombres: Moisés y Elías. Moisés que representa la Ley y Elías a los Profetas. La Ley que el Señor ha venido a dar plenitud y los Profetas cuyos vaticinios y promesas ha venido a cumplir. La presencia de estos personajes históricos muestra la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. La transfiguración habla de los sufrimientos que Jesús tendrá que padecer y de su partida que estaba por suceder en Jerusalén (Lc. 9,31). Lo mismo que Moisés y Elías, que en sus persecuciones habían sufrido por causa de Dios; también tendrá que padecerlas Jesús. Gloria y dolor, contrapuestos entre sí se mezclan en la visión, pero que son contrastantes del único misterio pascual de Cristo: muerte y resurrección, cruz y gloria.

 

En la segunda lectura San Pablo exhorta a los cristianos a llevar con fervor la cruz de Cristo a fin de ser un día participes de su gloria (Fil.3,17 – 4,1). Se queja el Apóstol de los cristianos aferrados únicamente a las cosas de la tierra y aquí el apóstol Pablo nos recuerda que los cristianos somos ciudadanos del cielo, apelando a la visión del Tabor. El Señor Jesús transfigurará también nuestro frágil cuerpo en un cuerpo glorioso como el suyo. La transfiguración del cristiano será solamente plena en la vida eterna, pero ya ha comenzado aquí en la tierra, por medio del bautismo. El Señor nos da la gracia para caminar en este mundo con el corazón puesto en las cosas de Dios, aceptando llevar en nuestro corazón la cruz del Señor a través de tantas vicisitudes de la vida, sufrimientos, injusticias, dolor y muerte. Pero detrás de ellas está el gozo de la resurrección. 

Que María nos ayude en esta semana de Cuaresma a vivir -como ella vivió- el gozo de la cercanía de su Hijo junto al dolor de su Cruz.
II Domingo de Cuaresma. (Sal, 27.1-9)

 

Marcelo Raúl Martorell                                             Obispo de Iguazú

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