Reflexión dominical de monseñor Marcelo Martorell obispo de Puerto Iguazú

Aceptar a Dios y sus designios es un gesto de humildad de parte del hombre que Dios bendice y ama. Por el contrario Dios resiste a los soberbios y los humilla para que el hombre reaccione y vuelva su corazón a El.

Recordemos la soberbia de Israel por la elección que Dios hizo de él y el castigo que recibió de parte de Dios lo llevó al destierro y la cautividad y los redujo a “pequeño resto” de gente pobre, humilde y despreciada. Este castigo fue siempre correctivo, pues a este pequeño resto se dirigían los profetas para mantener en ellos despierta la esperanza puesta en Dios. Por eso Ezequiel habla de un tallo que cortará del cedro fuerte y robusto, para trasplantarlo sobre un “monte elevado” y echará ramas de modo que debajo “de él habitarán toda clase de pájaros (Ez.17, 22-23), profecía mesiánica que se enlaza con la de Isaías: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé y un retoño de sus raíces brotará (Is. 11,11). Según la promesa de Dios, el Salvador saldrá de Israel, no de un Israel fuerte y poderoso, sino de un Israel humilde y fiel.

 


Así para salvar a los hombres, Dios deja de lado a los fuertes y poderosos y se sirve de los más pequeños y humildes. Jesús pone esto de manifiesto en la explicación del grano de mostaza y da a entender que la verdadera grandeza está escondida en la humildad y el servicio, que la grandeza reside en el corazón humilde, aun de los poderosos. La parábola del grano de mostaza (Mc. 4, 26-34) es un reclamo a la humildad y al reconocimiento de que las obras del Reino de Dios no son fruto del poder humano sino de la gracia y el amor de Dios que el hombre permite obrar en su corazón.

 


No es el hombre el que forja la grandeza de la vida. Incluso el hombre podría decir y afirmar que Dios no existe, que Dios ha muerto; sin embargo será el mismo Dios el que tendrá que obrar. El es el sembrador que esparce la semilla y la que cae en tierra fértil -es decir en un corazón que necesita creer- aunque diminuta crecerá y se convertirá en un árbol en donde se posarán las aves y se cobijarán los hombres. El hombre debe en su vida buscar a Dios y esperar en El, pues solamente El puede llevarnos a vivir una vida digna, más humana y más feliz.

 


El poder y la grandeza de la humanidad estará puesta en Dios, Señor de la historia y de la vida, y el único que puede sustentarla y hacerla crecer. En vano se cansan los albañiles -dice la Sagrada Escritura- si el Señor no construye la casa. Hoy los hombres dejamos a Dios de lado y queremos ocupar su lugar. ¿Cuántas veces pasó esto en la historia? ¿Cuánto duró el poder, de los poderosos sin Dios? Sin Dios la vida carece de sentido, el corazón del hombre se cierra a los verdaderos reclamos de la vida. El hombre termina lleno de un falso orgullo fundado en las cosas perecederas sin entender por qué a pesar de tanto esfuerzo, viene como cosecha el fracaso y la destrucción de la sociedad y de él mismo.

 


Tenemos que esforzarnos en el trabajo de cada día, pero confiando en que Dios llevará a buen término dicho esfuerzo y que El con su gracia nos ayudará a lograr el fin que tanto anhelamos. En los corazones pequeños, pero llenos de fe y de esperanza, se esconden los grandes valores de la gracia y del amor de Dios.

 


Pidamos a la Virgen Madre que nos haga tener un corazón semejante al de ella, humilde y pequeño, en el cual Dios escondió la grandeza de la salvación del hombre.

 

Marcelo Raúl Martorell                                                                                                                               Obispo de Puerto Iguazú

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